«El dinosaurio» de Augusto Monterroso es una de las primeras obras literarias que aparecen citadas en el debut cinematográfico de Alonso Ruizpalacios. Sin embargo, este microrrelato no es el único texto homenajeado en Güeros. La furiosa intertextualidad del film encuentra su sentido en la singular caracterización que el autor ofrece de su ciudad natal. Se trata de un descontextualizado México D. F., cuyos habitantes no viven bajo el yugo de la criminalidad que anuncian los noticiarios, sino que conviven en una urbe intelectual, idealista y revolucionaria: una autoproclamada capital de la cultura donde se retransmite poesía existencialista desde las estaciones de radio.
La ciudad vive bajo el signo de un golpe de Estado singular, no un levantamiento armado sino una ola de rebeldía juvenil que exige mejoras en un templo del saber: la facultad de la UNAM. En el presente de Güeros, la batalla insurrecta que han llevado a cabo los estudiantes de la universidad local se ha convertido en un verdadero motín, colapsando la ciudad entera. No obstante, no sólo hay sabiduría en el epicentro metropolitano de la Ilustración. También hay caos, pereza, hastío y desorientación.
El primer rasgo insólito que encontramos en este film multripremiado en Berlín, Tribeca y San Sebastián es el punto de vista desde el que se retrata esta suerte de “mayo del 68” a la mexicana. Ruizpalacios no se alinea con el tono elegíaco, abatido, de películas como Les amants règuliers de Philippe Garrel o Después de mayo de Olivier Assayas. La radicalidad de Güeros se halla en la descripción de la esencia de una revolución desde el corazón de su contrarrevolución, es decir, a través de unos jóvenes y doctos esquiroles que se declaran ‘en huelga de la huelga’.
Pese a las semejanzas con la penúltima película de Bernardo Bertolucci, Güeros va un paso más allá de Soñadores al no limitarse a la exposición de las dudas existenciales de un grupo de adolescentes que se cuestiona su papel en una sociedad renovada. Ruizpalacios apuesta por el enriquecimiento del alma en lugar de la parálisis y el libertinaje en el que se enclaustraban los personajes de Bertolucci. Mientras sus amigos atrincherados luchan por una gran causa, los protagonistas de Güeros deambulan sin rumbo por una travesía simbólica, necesaria para acabar abrazando la revolución y el crecimiento personal.
Los apáticos Fede (Tenoch Huerta) –’Sombra’ para los amigos– y Santos (Leonardo Ortiguis) comparten casa e indiferencia hacia esa sublevación cuyas consecuencias se han convertido en la figura del dinosaurio de Augusto Monterroso: una prolongada huelga que, día tras día, sigue allí y les impide actuar con normalidad. La situación, insostenible, cambia tras la llegada al apartamento del hermano menor de Fede, Tomás (Sebastián Aguirre), un auténtico agitador.
La road movie física y espiritual arranca cuando el pequeño Tomás propone a los esquiroles visitar en su lecho de muerte a Epigmerio Cruz, vieja gloria del rock mexicano que se rumorea que una vez hizo llorar a Bob Dylan. A través del efecto sublime que la música provoca en los jóvenes, Ruizplacios convierte el aura distópica del film en una bella utopía donde el arte se erige en una fuerza redentora. En cierta manera, el rock juega un papel similar al que ejercía el graffiti en los protagonistas de Los Hongos de Óscar Ruíz Navia. En ambos largometrajes, unos adolescentes combaten la desidia a través de una manifestación artística que les permite encontrar su lugar en un contexto revolucionario. Si en Los Hongos el arte callejero confrontaba la lucha armada colombiana, en Güeros –más poética y hechizante– la música guía a los chicos hacia una revolución esencialmente cultural. Como anuncian las pancartas, “ser joven y no ser revolucionario: ¡es una contradicción!”.