Si Boogie Nights era un carrusel scorsesiano y Magnolia una montaña rusa cassavetiana, si Punch-Drunk Love era un torrente minelliano-lynchiano y There Will Be Blood un monolito kubrickiano-wellesiano, si The Master se inauguraba con unas espirales hitchockianas e Inherent Vice dibujaba un laberinto pynchoniano, ¿cómo cabría calificar la nueva película de Paul Thomas Anderson, El hilo invisible (para nosotros Phantom Thread)? ¿Y si la imaginásemos como una enredadera? ¿Y si, como nos sugiere la Real Academia, estuviésemos ante una película que trepa y “se enreda en las varas u otros objetos salientes”? ¿Y si, en su afán expansivo e inasible, Phantom Thread estuviese por todas partes y por ninguna al mismo tiempo, como su título espectral parece sugerir? ¿Cómo referirnos sino a una película demasiado febril y disonante (gracias, Jonny Greenwood) para ser considerada estrictamente neoclásica, cómo caracterizar esta obra demasiado original para ser etiquetada de posmoderna, cómo domesticar este film demasiado anti-chic y armónico (¡gracias, Jonny Greenwood!) para ser considerado “moderno”? Con su tallo voluble, su espíritu devocional y su apego a las supersticiones, Phantom Thread se enreda por todo lo largo y ancho del Planeta Cine mientras nos invita a perder la razón y aferrarnos a la butaca.

Hace ya tiempo que el cine de Paul Thomas Anderson (PTA) renunció a instigar nuestra empatía y exigir nuestra entrega sentimental. En ese sentido, resulta útil imaginar al Reynolds Jeremiah Woodcock de Phantom Thread como un trasunto del nuevo PTA, aquel que renació al descubrir el peso de la Historia en There Will Be Blood, un cineasta plenamente consciente de su grandeza (quizá también angustiado por ella), un autor que siente que no debe pasar cuentas con nadie, ni con sus maestros ni con sus espectadores, que le seguimos embelesados al son de sus sinfonías atonales e hipnóticas (¡¡gracias, Jonny Greenwood!!). En su mejor versión, PTA encauza su sentido de la autoexigencia hacia las antípodas de los lugares comunes: ¿quién hubiese imaginado que en su “película sobre el mundo de la moda londinense de los años 50” los espejos jugarían un papel tan secundario, cuando sus primeras películas acudían en cuanto podían al cliché scorsesiano de la confesión especular? Por contra, esquivando los cantos de sirena de lo simbólico, Phantom Thread se erige como el film de PTA donde el estudio del deseo y el tormento humanos se fragua de manera más concreta sobre cada milímetro de tela, piel y encuadre: ¡qué logro tan rotundo para una película sobre pespuntes textiles y románticos!

En su mejor versión, PTA encuentra un modo directo, físico (también poético), de materializar las corrientes de amor y aflicción de sus personajes. El luto perenne de Reynolds haya una figuración sublime en el modo resignado en que el modisto le señala a su amada que lleva el nombre de su madre muerta oculto entre los pliegues de su camisa, “cerca del corazón”. Aunque mi hallazgo favorito de Phantom Thread son las gafas de trabajo de Reynolds, cuya presencia destaca en los silentes desayunos que el protagonista “comparte” con sus allegadas. Nada alude con mayor locuacidad al espíritu autoritario y a los ademanes afilados de Reynolds que esa montura arqueada que circunvala, de la comisura de cada ojo hasta la respectiva oreja, el rostro huesudo, severo, en permanente tensión, del artista. La piel y la carne de Woodcock devienen una línea recta, y todo lo demás (sean ropas, paredes, otros seres humanos o la montura de esas gafas) debe encorvarse y dejar espacio para el desempeño del creador. “I make dresses” (“Hago vestidos”), espeta Reynolds emulando, con una dosis extra de autosuficiencia, el “I make westerns” (“Hago westerns”) de John Ford, mientras su actitud desdeñosa y sus súbitos arrebatos de calidez afectiva hacen pensar en una evolución civilizada del Daniel Plainview de There Will Be Blood.

De ser cierta la terrorífica amenaza del retiro de Daniel Day-Lewis, su encarnación del Reynolds Woodcock de Phantom Thread quedará como la coronación final de una mágica comunión entre cineasta e intérprete. Solo Philip Seymour Hoffman podría discutirle a Day-Lewis su reinado como “mejor articulador de intuiciones andersonianas”. Marcado por continuos crescendos y decrescendos, el cine de PTA suele emplear como patrón narrativo la noción de la intuición que se hace idea, para luego eclosionar en acción (una idea discreta y poderosa que Christopher Nolan explicitó, aparatosamente, en la trama de Inception). Ahí está la mirada fija y muda de Frank T.J. Mackey (Tom Cruise) al verse desposeído de su armazón cínico en Magnolia, el vaivén de Barry Egan (Adam Sandler) en el interior de su oficina mientras se forja el amor de Punch-Drunk Love, las miradas de soslayo que intercambian Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (P.S. Hoffman) en sus primeros encuentros en The Master, los primeros signos de desconfianza que Daniel Plainview dirige a su “hermano” en There Will Be Blood, y finalmente el despertar amoroso de Reynolds Woodcock en la cafetería de Phantom Thread (con aureola resplandeciente incluida), a la que responde uno de los despertares del rencor durante una luna de miel que se nos aparece cual sueño/pesadilla. De un modo nada sutil, PTA utiliza estos derroches de intuición para ralentizar la acción, casi suspenderla, y luego precipitarla hacia lo espectacular: un tratamiento del curso narrativo que, más que al ordenamiento y la premeditación, conduce a un escenario permanente de incertidumbre y revelaciones dramáticas –siempre acotadas por esos majestuosos prólogos y grand finales dominados por voces de off de incierto proceder–.

En su peor versión, PTA sigue arrastrando algunas losas de su propio pasado. En una película razonada en torno a la contención/constricción de los personajes (en ello tiene mucho que ver el disciplinado trabajo de Vicky Krieps como Alma, el objeto de deseo de Reynolds) y en base a la claustrofobia espacial –hay un predominio casi absoluto de los escenarios interiores–, el director necesita seguir apelando al fuego de artificio confrontacional que tocó techo en las disputas animalísticas de Freddie y Lancaster en The Master. Por otra parte, la asombrosa postal de Reynolds perfilado contra los escarpados Alpes suizos (parece que el Lincoln de Spielberg hubiese hallado su particular Monte Rushmore) tiene algo de exceso decorativo, cuando, desde el empleo de los 70mm en The Master, a PTA le bastan los rostros, en primer plano, a veces poseídos por una suerte de arrebato expresionista, para que su cine conquiste una dimensión paisajística.

A la postre, es esa condición todavía visceral y esquiva del cine de PTA, combinada con la fuerza enredadera de Phantom Thread, lo que da cuerpo a una película por la que fluyen, de manera sorprendentemente natural, toda una retahíla de mitos y figuras totémicas. Ahí están Edipo y Pigmalión, la ama de llaves hitchcockiana reconvertida en hermana de Reynolds (y encarnada por una fantástica Lesley Manville, que se gana el derecho de ser el único personaje que mira varias veces a cámara), la sombra del Scottie de Vértigo cincelando al natural la imagen de su amada, la herencia entre bergmaniana y shakespeariana que se manifiesta en una estremecedora aparición fantasmagórica y en la proliferación de anhelos vengativos, o la estela trágico-romántica que apunta a Max Ophüls o David Lean (en el terreno personal, y entre otras cosas, Phantom Thread me ha convencido de que no vale la pena darle una segunda oportunidad a Madre! de Aronofsky y su simplista acercamiento a la dialéctica creador-musa).

Finalmente, cabe advertir que la máxima expresión de la naturaleza enredadera de Phantom Thread llega en su inesperado giro hacia las formas y mecanismos de la comedia de enredo de Hollywood. Sin entrar en mayores detalles, apuntaré que la relación entre Reynolds y Alma esboza un reconocimiento de la falibilidad del otro en un sentido no tan lejano a la amoralidad explorada, por ejemplo, en Un ladrón en la alcoba de Ernst Lubitsch. Todo aquel que conserve en el recuerdo el deslumbrante y descarado encuentro inicial de los ladrones Lily (Miriam Hopkins) y Gaston Monescu (Herbert Marshall) en el hotel de Venecia, donde intercambiaban todo tipo de objetos robados “mutuamente”, tendrá en su mano una adecuada vara para medir la retorcida complicidad entre los amantes de la noche de Phantom Thread. Qué manera inesperada y punzante de acabar de enhebrar esta película arrolladora que nos invita a prolongar el idilio con el más inaccesible de “nuestros” cineastas.