Violeta Kovacsics (Festival de Berlín)

“En los cinco años que llevamos casados, nunca habíamos estado separados”, insiste Gam-hee a cada una de las tres amigas con las que se encuentra en The Woman Who Ran. A lo largo de la película, la frase se reitera: aparentemente, el marido de Gam-hee cree que cuando hay amor se debe estar siempre juntos. Ahora, sin embargo, él está de viaje por trabajo, y Gam-hee aprovecha esos días para visitar a dos amigas en sus casas fuera de la ciudad, y para topar por azar con otra conocida en una sala de cine. Repetición y mutación, el cine del surcoreano Hong Sang-soo avanza mediante estos dos impulsos, que se vislumbran también en los setenta y pocos minutos de su nueva película, proyectada en la sección oficial de la Berlinale, y en la que el estilo del cineasta se muestra depurado, pegado a su esencia, la de planos largos con panorámicas y zooms para reencuadrar.

Precisamente con un zoom culmina una de las escenas más bellas y cómicas de esta edición del festival berlinés: un vecino llama a la puerta de la casa de la primera amiga para quejarse porque ella da de comer a los gatos callejeros, y estos le resultan molestos. Él aparece de espaldas con sus quejas egocéntricas, y ellas –la amiga, su compañera y Gam-hee– le replican que los animales también tienen derecho a comer. Mientras tiene lugar el encontronazo dialéctico, un gato permanece en la parte inferior izquierda del cuadro; cuando todos los personajes abandonan el plano, Hong realiza un zoom hacia el felino, que primero bosteza y luego mira a cámara. La escena no solo resulta cómica, sino coherente tanto con el estilo de Hong –repetición: el zoom para reencuadrar y redefinir el tono– como con uno de los nuevos temas –mutación– que planea en The Woman Who Ran, el de la relación de los humanos y los animales. No en vano, la película se abre con el plano de unas gallinas, y su primera parte transcurre entre conversaciones en torno a la carne. Por otro lado, dos de los mejores planos de esta edición del festival tienen a sendos felinos como protagonistas: el del zoom de Hong, y la silueta de otro en un plano general de los cristales de un edificio sobre el que se refleja el amanecer en Rizi de Tsai Ming-liang. La puesta en escena de ambas películas contrasta, pero de fondo resuena el tintineo de ahondar en torno a la existencia a partir del día a día.

“¿Te cortaste el pelo?”, le preguntan a Gam-hee, resaltando así el look diferente de la actriz, Kim Min-hee, que se explaya con la respuesta. “No bebo”, le dice una amiga en otro momento, explicitando a la vez otra pequeña mutación, la de la ausencia de borracheras en la película. Hong evidencia los cambios, como si en su cine el placer no fuese solo el de las pequeñas cosas, o el de observar la fragilidad sutil de los sentimientos, sino el de contemplar justamente cómo su obra avanza suavemente, como la propia vida. Con la segunda amiga, Gam-hee habla, entre otras cosas, de la obra de Jeong Seon, que pintó a menudo la montaña. En The Woman Who Ran, la transición de una parte a otra se produce mediante el montaje entre distintos paisajes montañosos, que conectan los tres encuentros. La montaña está presente, mientras en fuera de campo permanece el marido de la protagonista, del que ella no se había separado en cinco años porque así entiende él el amor.

De las distintas películas de Hong junto a Kim Min-hee, The Woman Who Ran es la más directa en su voluntad de indagar en los personajes femeninos –“no está bien vivir así, a mi edad”, dice uno de ellos–, a los que se contraponen unos hombres que aparecen como un engorro. El primero es el vecino al que apenas se le ve de espaldas; el segundo es el pretendiente de otra amiga, que la visita para declarársele de nuevo sin ser correspondido; y el último es un antiguo novio de Gam-hee. En esta tercera parte del film, la protagonista se topa con una antigua amiga, que decide pedirle disculpas porque inició una relación con aquel novio de ella. Este “episodio” se abre y se cierra con otro paisaje, el de la playa que se ve en la pantalla de cine al que ella acude. La textura revela la condición de imagen de las vistas marinas, y la banda sonora, que rasca, también se explicita como una reproducción. De hecho, la música que acompaña las transiciones resuena distorsionada, evidenciando la idea de estar escuchando una grabación. He aquí otra de las mutaciones. A lo largo de la película, vemos diversas pantallas: la de las cámaras de seguridad de la casa de la primera amiga, y la del interfono de la segunda. Las superficies de estas imágenes aparecen mediante panorámicas; y la distancia entre unos personajes y otros expone la dificultad en la comunicación entre hombres y mujeres, discurso perenne en el cine de Hong. El reverso está en un gesto reencuadrado con un zoom: el de las dos conocidas cuyas manos se tocan mientras una se disculpa con la otra por algo que sucedió tiempo atrás.

Isabella, la película del argentino Matías Piñeiro vista en la sección Encounters de la Berlinale, se abre con otro paisaje acuático, del que más adelante comprenderemos que se trata también de una imagen expuesta. Como la de Hong, Isabella es una película breve, que gira en torno a la idea de la repetición. Aquí, y como sucedía en Viola, otra de las películas que Piñeiro ha construido alrededor del imaginario de Shakespeare –Isabella toma el nombre de la protagonista de Medida por medida–, la repetición tiene que ver con los gestos y las situaciones, pero también con la noción de ensayo –“répétition”, en francés–.

Sobre el paisaje acuoso, bañado por la luz púrpura del atardecer, una figura a lo lejos arroja doce piedras al mar. Según dice la voz en off, cada roca representa una duda; y así se toma una decisión. La determinación es, por ejemplo, la de la actriz Mariela (María Villar), que a lo largo de la película se enfrenta a unas audiciones para las que no se siente segura. La duda apunta al dilema de si seguir o no actuando. A diferencia de lo que proponía Olivier Assayas en Viaje a Sils Maria, Piñeiro no expone únicamente el proceso de gestación de la interpretación, sino las vicisitudes vitales de la actriz, condicionada por su situación económica y por un embarazo. Isabella se estructura como una muñeca rusa. Los diversos tiempos se entremezclan. Por un lado, la visita de la protagonista a su hermano para pedirle dinero, una experiencia que ella usará como material para una de las pruebas; por el otro, el tiempo de la audición; luego, el del período en que ha decidido dejar de actuar. De la misma manera, diversas actrices podrían ser la Isabella de Medida por medida: la misma Mariela, y también Luciana (Agustina Muñoz), con la que la protagonista se encuentra cuando va a buscar al hermano en un paisaje montañoso. Hay algo azaroso en los encuentros, como en el cine de Hong, aunque aquí la mezcla entre recuerdo, ficción y ensayo se evidencia de una manera algo más intelectualizada.

En Isabella, Piñeiro juega con los colores desde los títulos de crédito. El violeta del principio da pie a tonalidades rojizas. Los distintos pasajes tienen, como en The Woman Who Ran, distintas transiciones: una composición geométrica de colores, con unos rectángulos dentro de otros. La imagen, que en un momento se revelará que no corresponde a una creación digital sino a una instalación con plafones que hace la propia Mariela, explicita la estructura de una situación dentro de otra que plantea la película.

Piñeiro se presta así al divertimento para ahondar en el trabajo de las actrices, una constante tanto de su cine como del de Jacques Rivette. Pero, a diferencia de este último, aquí hay algo más de cálculo. “Usted habiendo sido él hubiese hecho como él, y él habiendo sido usted no hubiese sido tan severo”, repiten Mariela y Luciana una y otra vez, a veces como un juego, como un trabalenguas. La relación entre ambas se va entretejiendo a medida que se encuentran, con el papel de Isabella de por medio, a lo largo de los años. Entre idas y venidas, y mediante elipsis, no emerge únicamente la cuestión del ensayo, sino también la de la duda: de la actriz ante una audición, pero también la de lo arduo del trabajo, de la constancia y sobre todo de la exposición. Isabella se cierra como comienza: con una vicisitud, la de permanecer sobre el escenario.