Víctor Esquirol (Festival Punto de Vista, Pamplona)

El nuevo “autorretrato” de la artista Zhang Mengqi empieza resucitando algunas de las sensaciones invocadas por ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?, de Alexandre Koberidze. Un plano general es invadido-por y luego despejado-de las energías que solo pueden aportar los niños con sus juegos. En un descampado, se manifiesta, cual fantasma, un niño que baila dando vueltas alrededor de un brote de bambú. A los pocos segundos, se desvanece sin dejar rastro, pero otro niño aparece para repetir esta danza ritual. La situación trae a la memoria Mi vecino Totoro de Hayao Miyazaki, aquella fábula en la que un árbol gigante podía emerger, fulgurantemente, si se lo invocaba con una liturgia bailarina. En Self-Portrait: Fairy Tale In 47KM, lo que emerge es un santuario, un espacio cultural donde cada persona podrá expresarse con total libertad. Mengqi estudia la utopía desde sus cimientos. La casa en construcción –una constante de un cine chino avezado al retrato del crecimiento desenfrenado del país en las últimas décadas– ocupa el centro de la representación, solo que los planos arquitectónicos, en vez de tirar líneas y trazar ángulos con precisión matemática, se corresponden más bien con una hoja medio arrugada, caóticamente rellenada con motivos amorfos, y con colores que, en conjunto, son incapaces de insinuar ningún tipo de armonía.

Los títulos de crédito iniciales, por cierto, han sido presentados en Comic Sans, esa tipografía ajena a la vida adulta. Yo, por ejemplo, siento que dejé atrás la niñez el día en que entendí la vergüenza que suponía entregar un trabajo escolar escrito en este estilo de letra. Pero, en Self-Portrait: Fairy Tale In 47KM, eso no supone un problema: “¡Dejadme que os cuente que en esta colina vamos a construir una gran casa! ¡Una casa azul! ¡En su interior habrá escaleras, televisores, y mesas, y camas, y cosas para comer… y cosas en las que sentarse, y una plataforma para bailar, y libros, y libretas, y bolígrafos, y borradores, y setas, y hierba de Chuangchaung, y una chimenea!”. Cada capítulo del film arranca con esta promesa entusiasta, un mantra eufórico, una especie de conjuro gritado por una niña que se comporta como un personaje de Miyazaki, con un timbre de voz y una mirada estrábica que se deben, seguramente, a las inasumibles cantidades de energía que se almacenan en su minúsculo cuerpo. Es de suponer que, cuando se calme, sus ojos se centrarán y sus cuerdas vocales vibrarán con más discreción. Pero esto pasará dentro de mucho tiempo, cuando crezca, es decir, cuando ya no vea el sentido a escribir con Comic Sans.

Mientras esto no llega, tanto ella como sus compañeros de fechorías rebajan las pulsaciones del cuerpo echando una partida al videojuego Minecraft, ese mega-éxito mundial de Markus Persson que entendió que la libertad de la que iba a gozar el jugador pasaría, en buena medida, por la sencillez de unos gráficos que tendrían algo de la caligrafía libre y desacomplejada con la que se expresan los niños. Así quiere Mengqi que luzca su película, y así pide a sus jóvenes actores que se comporten, interiorizando estímulos exteriores y participando del proceso de creación del film. Así se reivindica el arte como fuerza de cambio, ejerciéndola desde una posición honestamente democrática.

En un remoto rincón de la ruralidad china, una legión de cámaras es recibida como un botín por parte de los más jóvenes. Una pequeña aldea que, de la mano de una “casa azul en la colina”, va a devenir un paraíso terrenal. Como sucedía en Quién lo impide, de Jonás Trueba, el “objeto de estudio” se adueña del dispositivo, impregnándolo de su pureza en la mirada. El frame se convierte en un lienzo en el que improvisar a partir de felices ocurrencias. El cine como travesura, como juego cruzado de mímesis entre quien sujeta la cámara y quien se planta ante ella. Al convertirse en directores, los niños descubren que se hace su voluntad, pero esta no se ejerce de forma tiránica, sino como la versión bondadosa de aquel dios infantil que Rod Serling ideó para It’s a Good Life, legendario episodio de The Twilight Zone. La “buena vida”, según Mengqi, pasa por tratar a sus no-actores con la libertad que demanda su enérgico espíritu, y a partir de aquí, construir apoyándose en sus sueños. Self-Portrait: Fairy Tale In 47KM convierte en “cuento de hadas” una cotidianidad alterada por el avistamiento de un horizonte mejor. Ahí hacia donde nos empujan unas nuevas generaciones empoderadas por su expeditivo e intuitivo descubrimiento del acto cinematográfico.