Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Este año, Jonás Trueba presenta en el Festival de Cine Europeo de Sevilla dos películas de hora y media cada una: Sólo somos y Si vamos 28, volvemos 28. Dos obras nacidas del diálogo más o menos casual entre el artista y un grupo de estudiantes de instituto, y que forman parte de un proyecto llamado Quién lo impide. Dos piezas de un total de cuatro, que en algún momento se juntarán y crearán otra película. Es decir, que estamos ante un trabajo inacabado, aunque Trueba apunta que estos films están listos para ser vistos y analizados. En la presentación de estas piezas en Sevilla, el director incidió en el carácter intuitivo de un montaje hecho según las sensaciones del momento; según aquello que le pedía el cuerpo, y no tanto la cabeza. Lo que veremos no es un producto definitivo (así nos lo recuerdan unos títulos explicativos antes de los títulos de crédito iniciales), sino un trabajo que está aún en proceso. Cine en construcción para gente en construcción.

Y recuerdo los planes que Carlo Padial tenía para su Taller Capuchoc. Cuando la presentó en Sitges, hará ya cuatro años, dejó claro que la versión que íbamos a ver no sería la misma que se vería en Madrid, unos días después. Padial hablaba de un montaje orgánico; de una película con vida propia, que iría cambiando constantemente en una post-producción sin fin. Viene a mí también el recuerdo de la película de Eugène Green En attendant les barbares, surgida del diálogo improvisado entre artes (teatro y cine), en el seno de un taller, en un encuentro efímero pero inmortalizado gracias a la imagen filmada. A todo esto, Jonás Trueba le añade algunos elementos: el director de Los exiliados románticos habla de un cuerpo cinematográfico de propiedades estructurales parecidas, sí, pero que surge de otros referentes.

Al ver y escuchar a los protagonistas de Sólo somos y Si vamos 28, volvemos 28, debería venir a la cabeza el Jean Rouch de La pirámide humana, documental que coqueteaba con la ficción para hablarnos de las tensiones raciales en un Lycée de Abidján, pero también de los retos que debía resolver el sistema educativo… pero sobre todo del objeto de estudio más esquivo de todos: la juventud. Llegados a este punto, el reto se convierte en algo mayúsculo. Casi imposible. Ante nosotros, la ecuación irresoluble, es decir, entender aquello que ya no se tiene, que se ha perdido. La maldición del arte, terreno prácticamente monopolizado por adultos. Por gente que fue joven, pero que ya no lo es.

La excepciones a la regla (ahí estarían Mark Twain o J.D. Sallinger en la literatura; Jean-Claude Lazon en el cine), por desgracia, son precisamente esto: excepciones. Brotes verdes en un desierto que nos recuerda que, por mucho que nos resistamos, nos hacemos viejos. Pues bien, en este páramo quiere germinar ahora Jonás Trueba, y pretende hacerlo, para más inri, a partir de aquel segundo acto de su anterior trabajo, La reconquista, en el que la historia retrocedía en el tiempo hasta encontrar esa quimera. Y ahí estaban, dos chavales que, maldito recordatorio, hablaban y se comportaban como adultos. Visto que la ficción no dio sus frutos, el director se acerca ahora a unas formas y métodos mucho más cercanos al cine documental. Al inicio de Sólo somos le vemos a él, de espaldas, y de frente a un grupo de chavales. Asistimos al ensayo de un ensayo. Antes de que todo empiece a rodar, Trueba repite una y otra vez que quiere que cada uno se comporte tal y como es. Que lo que busca no son personajes, sino personas. Tras formular este deseo en voz alta, empieza a grabar.

“Sólo somos”.

Lo que vemos entonces es una serie de diálogos en los que el primer empujón lo da la cámara. Trueba ha desaparecido, pero se sigue escuchando su voz, la cual lanza temas al aire, esperando que sus adolescentes y camaradas recojan el testigo. El resultado se acerca mucho al de una película de Laurent Cantet y Robin Campillo, pues bebe de temas tan cruciales como la búsqueda de la identidad, y los desarrolla con la naturalidad dialogada del enfrentamiento y contraste de opiniones… eso sí, con todo el aparato cinematográfico a la vista del espectador. Como un edificio casi acabado, pero con el esqueleto de vigas al descubierto. Aplicado al caso, notamos constantemente la presencia y la mano del director, además de las perchas que sujetan los micrófonos, recordatorios flagrantes de que por mucha apariencia de vérité que tenga el conjunto, éste no de deja de ser una película.

Y por si todavía quedaban dudas, tras unos primeros intercambios de impresiones, se produce un corte que nos lleva desde el parque donde se desarrollaba la acción, al interior de una clase donde esas personas que no son personajes se disponen a analizar las mismas imágenes que hemos estado observando nosotros. La sesión la vuelve a presidir Jonás Trueba, quien sigue llevando la batuta, cual profesor encargado no de examinar, sino de estimular a sus pupilos. En este gesto provocador (en el mejor de los sentidos) Sólo somos se revela no solo como el testimonio de la búsqueda de una cierta verdad, sino esencialmente como un alegato político. El experimento, de hecho, se sustenta mayormente en la fe casi utópica de que la cámara, primero, no incomoda a un animal ya de por sí social, y segundo, saca lo mejor del objeto filmado.

En efecto, la película es un ejercicio tan intelectual que los adolescentes acaban abordando el miedo a la virginidad a partir de las enseñanzas de Friedrich Engels. Jonás Trueba como pez en el agua. Una vez más, cede ante la tentación de crear (¿inventar?), pero con propósitos que para nada empañan la nobleza de la propuesta. Al fin y al cabo, Sólo somos acaba brillando como un juego de espejos cinematográfico: la gracia no está en cómo nosotros (adultos) vemos a los protagonistas (jóvenes), sino cómo nos ven ellos a nosotros. En este sentido, el film estremece por la elocuencia con la que esta adolescencia pasa de la ilusión al desaliento. En la colisión entre estas dos actitudes para relacionarse con el mundo, se concentra el conflicto central de la película, y ya de paso, su verdadero propósito. Esto es, tomar el pulso al estado de ánimo de los que vienen cuando se enfrentan a la herencia dejada por los que ya estaban aquí.

“Si vamos 28, volvemos 28”.

Breve pausa, el tiempo justo para empezar a asimilar la lección, y a continuación, otra clase magistral. Si vamos 28, volvemos 28 sigue la ruta de una clase de estudiantes de bachillerato por la geografía andaluza de postal. En Sevilla, Granada y Córdoba, y lejos de sus hogares en la Meseta, los chicos y chicas se comportan, ahora sí, como los primates que se presupone que son. La cámara, inquieta y con gusto voyeur, les acompaña en sus fechorías cuando las figuras autoritarias de los maestros están fuera de su campo de visión. Botellas de alcohol, porros, corrillos para jugar al “yo nunca” y música de C. Tangana componen un entorno mucho más creíble, en el que las criaturas se sienten mucho más a gusto.

Acercándonos ahora al cine del último Abdellatif Kechiche –en su invocación de placeres hedonistas para tumbar las anteriormente citadas barreras del pudor–, el conjunto se eleva en la observación de esos pequeños momentos tan definitorios (esa mirada a destiempo, ese contacto corporal incómodo, esa frase autodelatadora), pero encuentra sus límites en la construcción de un relato general (o coral, si se prefiere) en el que vuelve a notarse demasiado la mano de Trueba. De nuevo, las características formales son reveladoras: cámara al hombro, rascadas de foco y tomas defectuosas de sonido que nos sugieren el sacrificio estético en favor de la captura de esa verdad tan escurridiza. Lo que pasa es que todo esto se compensa después con un montaje sonoro muy cuidado, y con una coordinación multi-vista también notable. Hay un cierto estancamiento de la búsqueda de la veracidad; la reconquista de esa edad perdida…

… Hasta que Jonás Trueba se saca de la chistera un último golpe de efecto. Al terminar la excursión, un nuevo corte, nos vuelve a encerrar en una aula. Se repite la maniobra que servía para clausurar Sólo somos, pero con implicaciones que ahora van más allá del comentario de la jugada. Los chavales se enfrentan a ellos mismos. A un pasado inmediato que, con la sangre más fría, parece muy lejano. Algunos lo llaman resaca, otros despertar. “No me reconozco”, dice una de las protagonistas, “¡Yo no dije eso!”, grita otra, ya en la calle. Ahí, los personajes se reivindican como personas a través de una visceralidad en el lenguaje (tanto verbal como corporal) que no habían mostrado hasta ahora. El cine revela su condición de espejo deformante. A la postre, es en su búsqueda tentativa, plagada de interrogantes, de una cierta esencia de lo cinematográfico que Quién lo impide se descubre como un proyecto fascinante.