Manu Yáñez

En 1978, el cineasta de vanguardia austríaco Kurt Kren dirigió la magistral película de 4 minutos 37/78: Tree Again, considerado el mejor film de la historia por el crítico vienés Christoph Huber. En aquel ejercicio de raigambre estructuralista, Kren filmó la figura de un árbol, siempre desde la misma perspectiva, a lo largo de un año. A través de un montaje frenético, el cortometraje testimoniaba la resistencia del árbol ante las inclemencias del invierno y su resplandeciente resurgir primaveral, alumbrando la capacidad del cine para embalsamar el transcurso del tiempo. Ahora, la curiosidad de Kren se reencarna en el virtuosismo escénico del cineasta islandés Hylnur Pálmason, cuya película Nest coinaugura el festival La Inesperada de Barcelona.

En su nuevo trabajo, de apenas 22 minutos, el director de Un blanco, blanco día experimenta, guiado por un espíritu lúdico, con la tensión entre la inmovilidad de un encuadre y las variaciones en el paisaje. En el caso de Nest, el motivo visual en torno al cual se construye la pieza no es un árbol sino una suerte de poste eléctrico que es transformado en una “casa del árbol”, que pasa a ser escenario de los juegos de tres hermanos, interpretados por los hijos del cineasta: Ída Mekkín Hlynsdóttir, Grímur Hlynsson y Þorgils Hlynsson. Filmada en un primoroso soporte analógico, y en un formato 4/3 que refuerza la simetría del encuadre, Nest puede verse como un bellísimo catálogo paisajístico. Los temerarios juegos de los niños sirven de excusa para contemplar cómo la lluvia, la nieve y la neblina recorren las llanuras islandesas a lo largo del calendario anual. Los rayos del sol devienen un regalo efímero, mientras el sincopado montaje va intercalando escenas diurnas y nocturnas.

Más allá de la “trama” que perfilan la construcción de la casa de juegos y las pillerías de los niños, Nest trae a la mente el modo en que Abbas Kiarostami, sobre todo en sus últimas películas (Five y 24 Frames), fue capaz de convertir pequeños motivos climáticos y zoológicos en estimulantes partículas narrativas o conceptuales. En el film de Pálmason, la aparición de una manada de caballos salvajes subraya la dimensión indómita del paisaje, mientras que la llegada de una bandada de pájaros, alentada por las semillas esparcidas por la pequeña Ída, invita a pensar en la relación del ser humano y la naturaleza (además, genera un brillante guiño a Los pájaros de Alfred Hitchcock). Contemplativa solo en apariencia, Nest funciona como una estimulante película de aventuras, en la que unos Robinsones nórdicos recorren las cuatro estaciones del año bajo la atenta mirada de la cámara de su progenitor.

Por su parte, la joven cineasta tailandesa Ananta Thitanat ofrece, en el documental Scala, una propuesta fílmica opuesta a la de Pálmason en su forma. Pese a que ambas películas están enteramente filmadas con planos fijos, allí donde el islandés se aferra a la recurrencia sobre un mismo encuadre, la tailandesa se decanta por la variación permanente. Y ese es seguramente el mayor hallazgo de Scala, que no repite ninguna composición a lo largo de sus 65 minutos de metraje, filmados enteramente desde el interior del último gran cine de Bangkok, demolido en 2021. La tarea de Thitanat adquiere así una dimensión entre épica y romántica. La idea es filmar el gran cine Scala, donde la cineasta vivió junto a su familia en su infancia, desde todas las perspectivas posibles. Por el camino, esta propuesta a contracorriente –ya que los documentales observacionales tienden a asentarse sobre la repetición– consigue invocar de un modo poderoso la idea de transitoriedad. Nada permanece, cada plano suma una nueva vista del desmantelamiento del viejo edificio, símbolo del fin de una época de esplendor cultural.

Resulta imposible ver Scala sin pensar en Good Bye, Dragon Inn, la película con la que Tsai Ming-liang documentó el cierre de un viejo cine de Taipei. Thitanat abraza el sentir nostálgico de la película de Tsai, y le añade una pátina personalista a través de una voz en off en la que la propia directora relata episodios de su niñez entre los pasillos y butacas de la sala, construida en la década de 1960. En las imágenes, el recuerdo de la gloria pretérita (representada por viejos pósteres de 8 y ½ de Federico Fellini y La lista de Shindler de Steven Spielberg) se hermana con imágenes del desahucio y la ruina. Unos trabajadores desarman la lámpara gigante que coronaba el modernista hall de entrada, mientras los propios empleados del cine se encargan de desmontar las 1200 butacas de la platea, en las que perviven viejas quemaduras de cuando se permitía fumar en la sala.

Más allá de la nostalgia cinéfila, Scala expande su discurso hacia los ámbitos de la sociología y la política. A lo largo del film, la aparición de mascarillas testimonia el certificado de defunción que la pandemia del Coronavirus impuso sobre diferentes formas de espectáculo colectivo. Y, ya hacia el final, Thitanat aprovecha la ocasión para dar voz al descontento de la población frente a la dictadura militar que rige en Tailandia desde el año 2014. En un momento revelador de Scala, un hombre le recomienda a otro que tenga cuidado de “no hablar de política” frente a la cámara. Pero luego, la cineasta muestra un teléfono móvil en el que se escucha una proclama en contra de la junta del primer ministro Prayut Chan-o-cha: “¡Abajo con el feudalismo! ¡Larga vida al pueblo!”. Así es como Thitanat presenta un fenómeno global –la desaparición de los viejos “cine de barrio”– bajo la siniestra luz de una dramática coyuntura local, afianzando el valor político de este meditativo ejercicio de creación artística.