A lo largo de la historia del cine, los paisajes blanquecinos han generado su propia mitología fílmica, desde el reverso sucio del western que exploró Robert Altman en la agreste blancura de Los vividores hasta el inquietante blanco sobre blanco que los hermanos Coen tiñeron de rojo sangre en Fargo, pasando por las nieves que poetizaban el punzante sentimiento de pérdida que azotaba a la comunidad de El dulce porvenir de Atom Egoyan. Elementos de todos estos títulos confluyen, de un modo u otro, en la notable Un blanco, blanco día, segunda película del islandés Hlynur Pálmason, presentada en el pasado Festival de Gijón y ganadora del D’A Film Festival. La dimensión westerniana del film toma forma en el laconismo del protagonista, Ingimundur (un soberbio Ingvar Sigurðsson, un suerte de Richard Harris islandés), que decide enterrar en lo más hondo de su ser el pesar por el fallecimiento de su esposa en un accidente de coche. Por su parte, lo siniestro recorre la película desde su inquietante primera secuencia, en la que vemos despeñarse el coche de la esposa por un desfiladero cuando intenta sortear las curvas de una carretera tomada por la niebla. Y, por último, el peso del trauma emerge a la superficie cuando el protagonista descubre una posible traición en el pasado de su esposa, una situación que ya abordaron con tacto películas como Los descendientes de Alexander Payne o 45 años de Andrew Haigh.

La singularidad de A White, White Day debe buscarse en el modo en que Pálmason construye la película con apenas unas pocas puntadas dialogadas que dan color y relieve a un tejido fílmico dominado por la observación de los gestos, movimientos e interacciones de (y entre) los personajes –un registro expresivo que remite al cine de la alemana Valeska Grisebach, directora de Western–. En dos escenas relevantes, Ingimundur (que se describe a sí mismo como “hombre, padre, abuelo, policía y viudo”) asiste a la consulta de un terapeuta que debe ayudarle a sobrellevar su dolorosa situación. Pero más que en los diálogos, Pálmason pone el foco en la actitud del protagonista, en el modo de ocultar sus sentimientos tras una mirada hermética, o en la manera en la que el imponente físico del actor acaba revelando la cara más monstruosa del personaje cuando la furia se desborda (un viaje de la sobriedad quietista al salvajismo cinético que ilustra el tránsito de la película desde el drama interiorizado al thriller tempestuoso). Siguiendo esa misma preferencia por lo visual en detrimento de los subrayados dialogados, Pálmason saca provecho de su talento para construir imágenes de fuerte carga simbólica. Ahí está, por ejemplo, la casa que, a lo largo de la película, Ingimundur va reconstruyendo con la intención de encapsular el recuerdo de su mujer; o la imagen de un caballo que se cuela en esa misma casa, expresión de la animalidad que se oculta en el interior del protagonista; o también la chocante estampa de la nieta del protagonista (Ída Mekkín Hlynsdóttir) aprendiendo a matar a un pez golpeándole la cabeza contra el canto de una mesa, clara referencia al exiguo lugar reservado para la inocencia en un mundo proclive a la rudeza y la desafección.

A la postre, el corazón de Un blanco, blanco día reside en la relación de complicidad que mantienen Ingimundur y su nieta. El cariño y ternura que emana de este vínculo familiar rescata el film del pozo del nihilismo y expande notoriamente su horizonte emocional. Por la negativa de Pálmason a emborronar la película con un exceso de psicología y dado su interés por el trabajo con ciertos arquetipos (la figura masculina que asume su condición de patriarca con una fortaleza pétrea; la niña delicada y sensible que encarna la posibilidad de la inocencia), el director necesita sacar el máximo partido de la “química” entre los actores. Y en el caso del abuelo y la nieta la compenetración es absoluta. Una de sus primeras apariciones conjuntas, un largo travelling lateral en que los vemos a bordo de un bote con motor, ya consigue alumbrar –a través de la puesta en escena y la compostura de los actores– el vínculo entre los personajes, que va evolucionando y enriqueciéndose en cada nuevo momento compartido. Una comunión afectiva que completa una película capaz de sumergir al espectador en los recovecos más oscuros y en los más luminosos de la naturaleza humana.