Dos años después de encandilar a Steven Spielberg con la presentación en Cannes de De tal padre, tal hijo, el japonés Hirokazu Kore-eda volvió a la competición oficial del certamen francés con la estimable aunque irregular Nuestra hermana pequeña. La mención a Spielberg no es baladí: si algo chirría en la nueva película del director de Still Walking son sus temerarias incursiones en un sentimentalismo reblandecido por una cierta tendencia al derroche melódico. Sin embargo, sería injusto insistir en los defectos de un film que, más allá de su preciosismo algo decorativo, despliega un muy interesante proyecto narrativo. No es habitual encontrarse con una película que, sin renunciar a la idea del relato, apueste de forma tan descarada por desmembrar la columna vertebral de su historia. Una estrategia que Kore-eda pone en marcha a través de la crónica de las vivencias de cuatro hermanas que deben aprender a lidiar con sus traumas familiares y sus pequeñas aflicciones.

Desde el comienzo de Nuestra hermana pequeña, sorprende el tono entre descaradamente amable y subterráneamente melancólico del film. Tres hermanas ya mayores –tres mujeres modernas que conviven en una casa semirural en Kamakura– acuden al entierro de su padre y allí entablan relación con una joven hermana (por parte de padre) a la que ofrecen alojamiento. A partir de esta premisa mínima, la película inicia un sorprendente proceso de dispersión narrativa. A golpe de elipsis y en un tono inconfundiblemente meloso, asistimos a los pequeños dramas cotidianos de las hermanas: fracasos sentimentales, retos laborales, conflictos escolares, mínimas tensiones familiares. Todo ello puntuado por un sinfín de encuentros culinarios donde los personajes parecen definirse, ante todo, por sus preferencias gastronómicas. No hay peor experiencia que –como le ocurrió a este crítico– ver Nuestra hermana pequeña en una proyección de media tarde (en el pasado Festival de Cannes) sin haber tenido tiempo para comer: la película compite con títulos emblemáticos del cine asiático como Comer, beber, amar de Ang Lee o El olor de la papaya verde de Trần Anh Hùng por ofrecer el más opíparo de los menús filmados.

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Hacia la mitad de Nuestra hermana pequeña, al espectador le asalta una inquietud: ¿es posible que esté viendo una película sin trama, sin historia? Más que contar un relato, Kore-eda apuesta por puntear una realidad de forma fragmentaria. En una estrategia recurrente, el director corta abruptamente una escena antes de que llegue a su final natural. De este modo, al nivel del montaje, la sugerencia parece imponerse a la evidencia, aunque esta pretensión de sutilidad se va perdiendo a medida que se van haciendo más explícitos los temas de la película.

Es bien conocido el interés de Kore-eda por revindicarse como el gran heredero contemporáneo del maestro Yasujirō Ozu. Y hay que reconocerle a Nuestra hermana pequeña los esfuerzos que dedica a explorar de un modo original la idea del transcurso del tiempo y la mortalidad. Las hermanas protagonistas acuden a tres funerales durante las dos horas de metraje, visitan cementerios, inauguran plantas hospitalarias de curas paliativas, recuerdan a su progenitor y ven cómo ciertos patrones familiares del pasado se repiten en el presente. A la postre, es a través de la sigilosa apelación a los ciclos anuales y vitales que el paso del tiempo encuentra su expresión más plena: en los cambios de estación, en el florecimiento de los cerezos… Detalles de una película que, pese a sus loables intentos, no acaba de encontrar el equilibrio entre su delicada sutilidad y su cara más explícita y banal.