Manu Yáñez (Festival Curtocircuito)

Ante la sensación de incertidumbre que nos embarga, en nuestra condición de ciudadanos-espectadores de una realidad cada día más audiovisual, existen dos actitudes aparentemente contrapuestas. La primera apuntaría, según el filósofo francés Jacques Rancière, a la aceptación de “la confusión” como el estado actual de la estética audiovisual, un caos que nos invita a pensar en intertextualidades, multiplicidad de plataformas, impurezas, hibridaciones… Sin embargo, ante la incertidumbre, también parece posible reclamar la vuelta a un cierto principio, deshacer camino, sin hacer en ningún caso tabula rasa. Preguntarse, por ejemplo, ¿qué es el cine? Sin mayor ambición que la de arrojar algo de luz en la oscuridad, aceptando la imposibilidad de unificar un mundo, el de las imágenes, que hoy se presenta más atomizado que nunca. Luz como la que resplandece en la vela que sostiene uno de los protagonistas de Profecía, el cortometraje de Julieta Juncadella que puede verse en la sección Penínsulas del Festival Curtocircuito. Una luz que vibra en las transparentes imágenes en Super 16mm de este cortometraje que hace de la fuga su modus operandi, como si la película entera estuviese compuesta por riffs jazzísticos en los que la cámara nos invita a acercarnos y alejarnos de tres jóvenes marroquíes a los que vemos transitar por las inmediaciones de San Sebastián. Sin embargo, pese al curso zigzagueante y la estructura fragmentaria de Profecía –una obra llena de pistas falsas–, aquí queda claro que cada imagen tiene un peso incuestionable, cada plano reafirma el vínculo de la directora con sus personajes. En los últimos años, cineastas como Alice Rohrwacher o Isaki Lacuesta ya han reivindicado el compromiso ético que puede expresarse a través del empleo de película analógica.

Caminar en busca de una esencia supone un desafío que, en ocasiones, requiere de un proceso de desaprendizaje. Así, para la justa realización de un film de alcance social puede ser necesario liberarse de todo didactismo, renegar del cálculo dramático, romper con la rutinaria construcción psicológica de los personajes. No es nada nuevo, pero tampoco algo fácil. Juncadella invita a sus tres jóvenes actores a desmontar los clichés que solemos asociar a la inmigración africana. Lejos de todo paternalismo, Profecía capturar la pulsión física que emana de una mano sumergida en el agua o del abrazo recreativo entre dos amigos, pura joie de vivre. La película también evoca un cierto misterio, un suspense desvaído, a través de un plano subjetivo en el que observamos, a lo lejos, una camiseta colgada en las ramas de un árbol. Y luego, en su cierre, el film propone una brecha en abismo que remite, en un registro lúdico, a los extraordinarios finales de Aquel querido mes de agosto de Miguel Gomes y Sehnsucht de Valeska Grisebach. El conjunto hace pensar en una ontología fílmica de orden realista sustentada en las propiedades fotoquímicas de la luz y en la fuerza reveladora del gesto, con sus espejismos y sus contorsiones. La etnografía soterrada que late en Profecía habría interesado a Jean Rouch, su irreverencia habría despertado la curiosidad de Jean Vigo, su apuesta por la fisicidad interpela al cine de Claire Denis.

Y del ejercicio tentativo de Juncadella pasamos al trabajo concluyente de Oscar Vincentelli, que en la magnífica La sangre es blanca invita al espectador a sumergirse en un viaje sensorial a un cine del blanco sobre negro. Recalibrando las propiedades esenciales del cine, sustituyendo la noción de luz por la de calor (corporal), Vincentelli transforma las imágenes de su película en una fantasmagoría en la que los cuerpos resplandecientes de unos toros y unos toreros –cuyas facciones quedan desdibujadas por el exceso de temperatura de la carne– danzan sobre un todo, o una nada, azabache. El resultado trastoca los sentidos del espectador, que asiste anonadado a esta captura profundamente extrañada de la bárbara liturgia taurina, ese espantoso espectáculo de crueldad y muerte. Sí, la sangre es blanca, pero lo más penetrante es la poética del vacío que construye Vincentelli, una vacío visual pero también auditivo, en el que cada pequeño sonido producido por los cuerpos del torero y el toro irrumpen en una banda sonora que actúa como caja de resonancia, mecida únicamente por la calmada respiración del viento. Tras la muerte del toro, los asistentes de la corrida quitan los objetos que han quedado por suelo y rastrillan la arena, eliminando las impurezas blancas del encuadre negro. El ritual debe volver a empezar, como el cine, que no deja de buscar nuevos comienzos para su singladura audiovisual.

Este paseo por las posibilidades del cine oteadas en la sección Penínsulas de Curtocircuito termina, por el momento, en Gorria de Maddi Barber, una producción que, enmarcada en el proyecto X Films del Festival Punto de Vista, propone un acercamiento a la vida en el Pirineo navarro. Filmada en 16mm –de nuevo el formato analógico como vehículo del compromiso ético con una determinada forma de vida–, Gorria remite al documental Le Cochon de Jean Eustache en su modo límpido y directo de capturar la relación entre el ser humano y el animal en un ámbito rural. Enhebrando una colección de imágenes que entrecruzan una antropología de los medios de producción (del aprovechamiento de las vísceras de los animales a la producción de productos lácteos), un atavismo salvaje (ecos de La sangre de las bestias de Franju) y una etnografía de tintes edénicos, Gorria se afianza en lo real pero no da la espalda a lo imaginario. Este cortometraje tiene más planos de manos que algunos de los largometrajes de Robert Bresson. Y apenas hay dos imágenes sostenidos de rostros. La primera muestra a una mujer que se alimenta de la carne de las bestias. La segunda es de una niña que mira hacia el fuera de campo y que, como la Ana Torrent de El espíritu de la colmena, impulsa la película hacia un territorio fantástico en el que el fuego y el cielo nocturno harán de testigos de tradiciones folclóricas en las que vibra un halo esotérico. Puede que la película no sepa muy bien qué hacer con los planos de unas flores que crecen en este paraíso crepuscular, pero sí sabe cómo formular oportunos interrogantes, como por ejemplo: ¿cuánto hay de convivencia harmónica y cuánto de agresión en el modo en que el ser humano ocupa el espacio natural? Las respuestas aguardan en las magnéticas imágenes de Gorria, en la curiosidad del espectador y también en la película Reserve de Gerard Ortín Castellví, que acompaña al film de Barber en la sección Penínsulas de Curtocircuito.