En su reveladora ópera prima, Diamond Flash (2011), Carlos Vermut introducía elementos propios del universo de los cómics de superhéroes en el entorno de un barrio madrileño. En Magical Girl (2014), la inspiración llegaba a partir del manga y del animé japoneses, aunque también sonara La niña de fuego, de Manolo Caracol, en la banda sonora. Y en su tercer film, Quién te cantará (2018) –con el que regresó a la Sección Oficial a concurso del Festival de San Sebastián tras ganar la Concha de Oro con su anterior película–, se sumerge de lleno en el mundo de la música pop. El cine del director se construye así, con referencias culturales populares recontextualizadas y adaptadas a su propio interés como creador, que tras tres películas, y sus interesantes trabajos como cortometrajista, tiene ya unos rasgos muy definidos y fácilmente identificables. Una mirada hipnótica, con elementos que producen extrañamiento entregados en un contexto realista y reconocible. Una solidez estilística que reduce un tanto el nivel de fascinación que se producía en el descubrimiento.
En este caso, el punto de partida es la pérdida de memoria de Lila Cassen (Nawja Nimri, cuyas canciones adaptadas también forman parte de la banda sonora del film), una cantante que decidió hace años retirarse de la vida pública, cuando se encontraba en lo más alto de su carrera, y que ahora tenía pensado volver a los escenarios con una nueva gira. Su representante (Carme Elías) decide contratar a una fan (Eva Llorach) para ayudar a la diva a recuperar el pulso de sus canciones, tras escuchar cómo la imita en un karaoke. Esta mujer vive cerca de la mansión de su mito, en un pueblo de la costa de Cádiz, junto con su hija adolescente (Natalia de Molina) y acepta el encargo, asustada y fascinada al mismo tiempo. Al igual que en sus anteriores películas, Vermut sitúa la historia en un tiempo y un lugar reconocibles, pero retratados desde una nueva perspectiva, y también vuelve a desarrollar gran parte de la acción en interiores, en los que maneja el espacio y la composición de una manera tan sutil y como cargada de simbolismo, hasta conseguir esos ambientes claustrofóbicos tan propios.
La película propone un juego de representación e imitación entre las dos protagonistas principales, la cantante y su fan, que tiene algunos ecos de Tacones lejanos (1991). Ambas comparten el mundo de la música y las canciones como contexto, aunque en el film de Pedro Almodóvar esta tensión se produjera entre una madre y una hija que se vuelven a encontrar. Y también resuena en cierto modo Persona (1966) de Ingmar Bergman, además de por la pérdida de la voz de una artista (aquí también es la memoria), sobre todo por esa suplantación de personalidades y por la simbiosis que se produce entre los dos personajes cuando entran en contacto. Vermut, al igual que en sus otras películas, se vuelve apoyar en el trabajo de los intérpretes para conseguir dotar de verosimilitud a su fábula. En este caso, las cuatro actrices están brillantes, pero quizá el gran público descubra a una sublime Eva Llorach, que ya participaba en el reparto de sus anteriores obras, y que aquí, además, protagoniza una secuencia memorable junto a Natalia de Molina. Ella es la mujer anónima que se esconde tras la sombra de Lila Cassen y también el detonante de una perturbadora historia de fantasmas del pasado que se proyectan ahora sobre el presente de sus protagonistas.