Casi dos décadas después del crack económico del 97 que afectó al continente asiático siguen apareciendo cineastas que debutan con films sobre ese gran trauma oriental. En 2013, Lee Chatametikool –montador habitual de Apichatpong Weerasethakul y Anocha Suwichakornpong– presentaba en el Festival de Busan su ópera prima, Concrete Clouds, sobre el estallido de la crisis en Tailandia. Ese mismo año, el prolífico cortometrajista singapurense Anthony Chen se estrenaba como director de largometrajes con Retratos de familia (Ilo Ilo), analizando dicho fenómeno desde su pequeño país insular. Esta película exhibida en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, y ganadora de la Cámara de Oro, comparte dos características esenciales con el único film de Chatametikool. Por un lado, ambos debuts convergen en el acercamiento a una cierta idea de la tragedia doméstica; por el otro, comparten una perspectiva global, una apuesta por una visión transversal de los acontecimientos que no se limita a la experiencia colectiva de un solo país, sino que atraviesa fronteras.

Así, mientras Concrete Clouds muestra la perspectiva americana y asiática de esa crisis a partir de la vivencia íntima de su protagonista –un tailandés exiliado en Estados Unidos que debe volver a Bangkok para cuidar de su hermano menor tras el suicidio de su padre–, Retratos de familia define la angustia de todo un continente a través de cuatro individuos que personifican dos de los países afectados: Singapur y Filipinas. La primera ficción del autor del corto The Reunion Dinner versa sobre una familia autóctona de aparente clase media-alta que, pese a estar cada vez más endeudada, contrata a una inmigrante filipina que necesita dinero desesperadamente para mantener a su hijo recién nacido.

Sorteando tópicos y conjugando una perfecta caracterización de sus personajes, el director novel construye cuatro relaciones marcadas por la obsesión por el dinero en un contexto de precariedad económica. De entrada, el principal peón del declive financiero es el peripatético patriarca (Tia Wen Chen), que contrae una deuda que no logra saldar por su incapacidad de conseguir o mantener un nuevo puesto de trabajo. Paralelamente, descubrimos a su frustrada mujer embarazada (Yeo Yann Yann), que prefiere gastar todos sus ahorros en seminarios de auto-ayuda, a espaldas de su marido, en vez de divorciarse. Asimismo, el caso más extremo hace referencia al testimonio de la niñera y empleada doméstica filipina (Angeli Bayani), quien oculta a sus patrones su otro trabajo de peluquera para poder enviar más dinero a sus parientes lejanos. No obstante, el paradigma de este sinsentido ético que marcó la Asia de los años noventa se halla en un curioso acto llevado a cabo por el pequeño de nueve años, Jialer (Jialer Koh), que pasa todo el tiempo descifrando una fórmula matemática para adivinar los números premiados de la lotería nacional.

Una de las particularidades que ensalzan esta virtuosa ópera prima es su inesperado vitalismo. Un cambio de tono encamina la ficción hacia la sublime joie de vivre (no carente de un halo melancólico) que imperaba en Yi Yi del taiwanés Edward Yang, alejándo el film de Chen de cualquier comparación con el drama exacerbado de las películas sobre infortunios domésticos del japonés Hirokazu Kore-eda. Aunque esta cruda y sobrecogedora película siga los cauces del género dramático, Chen consigue extraer una esencia regeneradora y optimista que yace oculta bajo las mentiras, los malentendidos y las infinitas peleas que reinan en ese asfixiante nido familiar. Pues, mientras las relaciones de parentesco se debilitan, una fuerte e inquebrantable unión entre el niño y su au pair extranjera ha empezado a gestarse. Se trata de un acontecimiento autobiográfico que al convertirse en el epicentro de la trama aporta al film una insólita y hermosa honestidad.