Víctor Esquirol (Festival Punto de Vista)

La ciudad no se levanta porque siempre está despierta, porque ha olvidado cuándo fue la última vez que se fue a dormir. Se erige como mega-monumento a la civilización entendida como proceso de conquista de la naturaleza. La prueba definitiva de que el ser humano logró emanciparse de su lugar de origen para habitar en su propio paraíso artificial. Sobre estas certezas se erige Signal 8, un poema urbano dedicado al Hong Kong natal de su director, Simon Liu; una pieza de un cuarto de hora de duración en la que, no obstante, parece tener cabida toda una eternidad. Como sucede en cualquier metrópolis moderna, sus habitantes y visitantes se ven obligados a experimentar un vertiginoso juego de dimensiones confrontadas: la humana, limitada por el cuerpo, en contraposición a la inmensidad de los espacios y las construcciones. Siete siglos después, el Renacimiento, con su idea de un urbanismo de proporciones humanas, parece un recuerdo prehistórico. Para capturar esta divergencia extrema entre escalas, en Signal 8, los sentidos de Liu se dejan abrasar por un Hong Kong sobre-estimulado, esa ciudad frenética que llevó a Wong Kar-Wai a olvidarse de la luz del sol en Fallen Angels. Cabe recordar que estamos sobre las ruinas de Kowloon, esa caótica barriada que, hasta su demolición a mediados de la década de 1990, alimentó los primeros sueños y pesadillas del cyberpunk, una “Ciudad amurallada” y sombría que sigue muy viva en el presente.

Su espíritu se palpa en un montaje nervioso, perfectamente adaptado a su objeto de estudio: planos detalle y tomas generales dan forma a un ritmo taquicárdico y una visión epiléptica que atienta contra cualquier intento de orientación o comprensión. El ser humano queda relegado al segundo plano, a la condición de mobiliario urbano, pieza de una maquinaria que no deja de trabajar, consumir, festejar sin descanso. Cuando (por fin) oímos una voz (en off), advertimos horrorizados que no la entendemos. El intento de comunicación fracasa y solo queda abrazar nuestra condición de eco urbano, micro-partícula en una tempestad de ruido y luces que abruma y fascina a partes iguales. El macro-lugar como único protagonista posible, como entidad que ha cobrado vida y conciencia propia, vampirizando a sus habitantes. Liu se apoya en el desasosiego existencial en timelapse con el que Godfrey Reggio (Koyaanisqatsi, Powaqqatsi, Naqoyqatsi) y Ron Fricke (Chronos, Baraka, Samsara) retrataron las nuevas capitales del mundo. Pero en Signal 8 la fórmula alcanza el territorio de los (no-)límites contemporáneos. Más imágenes, más sonidos, más movimiento, más agitación… hasta que la representación se derrumba ante la confusa y cruda realidad presente, donde las ventanas lucen como alienantes pantallas glitcheadas.

Ante tan desalentadora conclusión, a Liu solo le queda la última salida: cerrar los ojos y suplicar estar en otro sitio: aquel del que partimos. Cuando los abrimos, descubrimos para máximo consuelo que se nos ha concedido el deseo. Aquel angustiante ajetreo urbano se ha convertido en un viento oxigenante que activa los sentidos y despierta las historias. Y es que La tramuntana, de Alexander Cabeza Trigg, es una celebración cinematográfica de la comunión que, a pesar de todo, seguimos manteniendo con la naturaleza, siempre cargada de un misterio ligeramente amenazante, pero rebosante de imágenes, de sonidos y de las fantasías resultantes de su conjunción. En este cortometraje de casi diez minutos, la tramuntana, el viento del Empordà, erosiona las tierras pero también la mente de sus gentes, debido aparentemente al zumbido incesante del aire en movimiento. Una llamada de atención acústica a la que el cerebro debe someterse. Las fuerzas eólicas deforman la geografía y desgastan la mente, pero es en este febril agotamiento, en el límite de la cordura, cuando surgen chispazos de magia. De fondo suena la tramuntana, pero también una voz en off que susurra, y que nos habla de una criatura fantástica, de vestiduras, rasgos y virtudes imposibles.

Las palabras llegan a nosotros como lo hace el viento y, de alguna manera, empieza a cambiar la percepción que tenemos de la realidad. Por pura sugestión, donde antes solo veíamos los bellos paisajes que rodean la localidad de Capmany, ahora atisbamos imágenes que trascienden nuestra razón. ¿Cómo hemos pasado de contemplar una bandada de pájaros a otear una figura fantasmal que se esconde detrás de una roca? Pues, quizá, simplemente, a fuerza de mirar, escuchar y juntar los puntos que nos iba marcando el viento. Un campo de trigo ondula como las olas del mar y el Mediterráneo, de repente, regurgita los frutos del campo. Lejos, aún más de fondo, la megafonía de Capmany hace sonar una versión de la sardana La Santa Espina y advierte a los habitantes del pueblo que la tramuntana ha podido mover un dolmen. Así, Cabeza Trigg se divierte jugando con elementos y situaciones que nos llevan del costumbrismo de corte etnográfico a una fantasía surgida del cruce alquímico de imágenes y sonidos. Y de nuevo, ¿cómo hemos pasado de un extremo al otro? Pues dejándonos llevar por el viento, aceptando los ritmos y estímulos de una realidad primigenia, una naturaleza con la que, por suerte, todavía somos capaces de conectar.