De sopetón, in media res, nos encontramos frente a un mujer mayor, la bailarina madrileña Nazareth Panadero, cuya figura rodante y tambaleante se desplaza hasta el rincón menos sombrío de una habitación en penumbra. Este movimiento de recogimiento, este impulso de buscar cobijo en los bordes de una estancia, despierta en la memoria cinéfila el recuerdo de aquella fantasmagoría apocalíptica titulada Kairo (Pulse), en la que el cineasta japonés Kiyoshi Kurosawa imaginó, allá por 2001, una plaga de angustia y aislamiento que, propagada por Internet, empujaba a los infectados a encerrarse en sus escondrijos urbanos hasta desencarnarse y adquirir una condición espectral, virtual. Por suerte (para nosotros, espectadores), o por desgracia (para ella), la bailarina con la que se abre Strasbourg 1518 no se evapora en el interior del plano fijo que compone el cineasta británico Jonathan Glazer, autor de hitos del cine del siglo XXI como Birth o Under the Skin.

Panadero se sobrepone a ese momento de entumecimiento arrinconado, y se embarca en un ejercicio de danza moderna puntuado por una elocución y un aullido. El diálogo, que parece improvisado por la propia bailarina, toma la forma de un saludo de cortesía que se transforma en un híbrido de test psicológico y estudio de mercado: “¿Cómo estás? ¿Del 10 al 1? ¿Del 10 al 0?”. Luego, el grito se asemeja a una risa enajenada, una explosión de histerismo. Y hasta aquí llega el profético prólogo de Strasbourg 1518, una película-performance en la que una serie de cuerpos deslumbrantes y grávidos buscan su lugar en la desesperación de su confinamiento. El film, estrenado originalmente en la cadena británica BBC y ahora disponible en la plataforma Mubi, se realizó en el marco del proyecto BBC Arts Culture in Quarantine y su título remite a la conocida como “epidemia de baile de 1518”, en la que centenares de personas sufrieron un caso de coreomanía que los llevó a bailar sin cesar, durante días, hasta que varios murieron de ataques al corazón o de puro agotamiento. El episodio, que ha generado todo tipo de teorías, así como la publicación en 2008 de un libro del historiador británico John C. Waller, es invocado ahora por Glazer en un cortometraje de apenas 10 minutos en el que nueve bailarines proponen, desde el interior de sus casas, una convulsa meditación sobre la soledad y la incomunicación.

De entre todas las presencias que fulguran en las imágenes de Strasbourg 1518, aquella a la que Glazer dedica más tiempo y atención es a la bailarina de origen taiwanés Tsai Chin-yu, que como la mayoría de los protagonistas del film forma parte de la compañía de danza-teatro Tanztheater Wuppertal, fundada en 1973 por la mítica coreógrafa y bailarina Pina Bausch. Tsai, sola en una diáfana habitación de suelo laminado y paredes blancas, se entrega a la repetición de una deslumbrante coreografía que transita entre los armónicos movimientos del cuerpo voluble y la cortante violencia del gesto espasmódico. La bailarina hunde las manos y su larga cabellera en un pequeño barril de madera que contiene agua; su figura goteante se enrosca y luego se proyecta violentamente contra la pared. Si no fuese porque Glazer y el director de fotografía Darius Khondji muestran una fijación por anclar los encuadres, ligeramente contrapicados, a las esquinas y los techos de la habitación –a la manera de Orson Welles o Pedro Costa–, la danza sinuosa-espástica de Tsai podría parecer una homenaje directo al baile fluido-explosivo que perpetraba Denis Lavant en la memorable clausura de Beau Travail de Claire Denis. En este punto, no está de más recordar que uno de los mejores videoclips de Glazer –el de la canción Rabbit in Your Headlights de UNKLE– tenía como protagonista a Lavant, que en la piel de un vagabundo de personalidad esquizoide era atropellado una y otra vez por una marabunta de conductores desalmados.

Quedan pocas dudas acerca de la fijación de Glazer por el desamparo y la vulnerabilidad del ser humano, que en su obra suele aparecer sumido en un pozo de confusión o de corrupción social y moral. Desde las piruetas de halo nihilista que marcaron sus inicios, Glazer se ha ido aproximando a un (im)posible brutalismo humanista, un cine abocado a la observación del duelo fratricida entre la empatía y la destrucción. De ahí han surgido figuras como la femme fatale alienígena de Under the Skin, que experimentaba un despertar de la conciencia ante el descubrimiento de la compasión humana, para luego darse de bruces contra nuestras pulsiones más violentas. O también los verdugos y las víctimas del juego del ahorcado que ponía en escena el cortometraje de The Fall, una parábola en clave haiku acerca de nuestra organización social como máquina de muerte. Sería arriesgado caracterizar a Glazer como un cineasta político. Sin embargo, el director de aquel anuncio de Barklays en el que Samuel L. Jackson se jactaba de que “el dinero no es malo; el amor por el dinero es lo malo” pertenece a esa estirpe de cineastas apasionantes y conflictivos, de Spike Lee a David Fincher, que saben exponer el hedor de la bestia capitalista mientras maman de su pecho. En este sentido, la desnudez de Strasbourg 1518, una obra inclinada hacia la abstracción, convierte esta película en un objeto poroso a las interpretaciones (quizá sobreinterpretaciones) de carácter político y filosófico.

Construida en torno a la idea de la repetición, Strabourg 1518 aborda la angustia que significa vivir encerrado en una rutina exasperante, condicionada por el entorno y neurotizada por nuestra oprimida hambre de libertad. A lo largo del film, una voz femenina repite, cual mantra existencialista, “cada mañana, cuando despierto, por 10 segundos, soy libre”. En paralelo, la mujer del comienzo (Panadero) entra en un bucle perturbador en el que se va sacando y poniendo un jersey-chal negro, sublimando las formas terroríficas de un trastorno obsesivo-compulsivo. En otro momento destacable, Glazer utiliza los movimientos gráciles y destensados del bailarín ruso Andrey Berezin, otro discípulo de Bausch, para proyectar en un tiempo indefinido o infinito estos tortuosos rituales de encierro. Empleando una virtuosa colección de falsos raccords (esos cortes de montaje que permiten dibujar una falsa continuidad entre dos momentos distanciados en el tiempo), Glazer presenta la danza de Berezin ensamblando unos planos filmados de día con otros rodados al atardecer o de noche. La máquina nunca se detiene, el monstruo exige más, siempre, y nosotros resistimos en el interior de nuestras habitaciones, de nuestros avatares, de la jaula de oro que es nuestro cuerpo.

Una de las teorías acerca de la “epidemia de baile de 1518” es que surgió como una protesta de la población contra la enfermedad, la miseria y la opresión. Otras versiones apuntan que las autoridades de la época, convencidas de que la danza podía sanar a los bailadores-enfermos (que sufrían fiebres altas), animaron el terrible espectáculo construyendo un escenario y contratando a músicos para alegrar “la fiesta”. En el caso de Glazer, la película la anima la genial Mica Levi, autora de la música de Under the Skin y The Fall, que se dedica a martillear la banda sonora de Strasbourg 1518 con un derroche percusivo de beats electrónicos. Eso sí, en un determinado momento, cuando los cuerpos de los bailarines firman una tregua momentánea, la partitura de Levi incorpora el canto de unos pájaros: esa banda sonora natural que muchos redescubrimos más allá de nuestras ventanas durante los días de confinamiento y parálisis urbana. Pero el sosiego no suele perdurar en la obra de Glazer, y el canto pajaril pronto transmuta en un nuevo frenesí electrónico, que acompaña al portentoso collage de micro-movimientos con el que se cierra la película. Abrazando una concepción trepidante del montaje, Glazer atomiza los gestos de los bailarines para componer un exorcismo colectivo del alma humana.

En su recta final, Strabourg 1518 se emparente con el estudio de la fisicidad resquebrajada y doliente que hilvana la obra del francés Philippe Grandrieux, aunque Glazer, en su empeño por comunicar los cuerpos troceados de sus bailarines, parece invocar un encuentro posible, un diálogo universal y democrático, una idea que también transluce en los títulos de crédito finales, donde los nombres aparecen por estricto orden alfabético, sin jerarquía aparente. Es una encomiable manera de abanderar el manido eslogan del todos-somos-uno sin caer en el simplismo babeliano de la dupla Iñárritu-Arriaga y escapando de la estafa aséptica de los United Colors of Benetton. Alimentando una cierta rabia contra la máquina, Strasbourg 1815 podría verse como la súplica con la que Glazer se disculpa por haber filmado el anuncio Frozen Moment, en el que el planeta entero se detenía para contemplar el atletismo victorioso y las zapatillas Nike de Michael Jordan, o también por haber regalado a Levi’s el icónico spot de Freedom to Move, donde un Romeo y una Julieta con tejanos atravesaban, gracias a la fantasía digital, todas las paredes que se interponían en su sprint hacia la libertad (por cierto, el anuncio lo protagonizaba Nicolas Duvauchelle, que debutó en el cine justamente con Beau Travail de Denis). En Strabourg 1815 no es un ideal consumista ni un espectáculo de masas lo que reúne a los protagonistas, sino la desesperación; tampoco es posible atravesar unas paredes que se alzan como muros indestructibles y alienantes. Solos ante el peligro, con sus cuerpos como último enclave de libertad, los herederos de Bausch dan forma humana a la figura del felino salvaje atrapado entre barrotes. Sumidos en un ir y venir desquiciado, esperan al momento en que se abrirán las puertas.

Ver Strasbourg 1518 en Mubi