Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

La carta de presentación de Rizi (Days) –con la que el legendario cineasta taiwanés Tsai Ming-liang compite por el Oso de Oro de la Berlinale 2020– la hallamos antes incluso del primer fotograma. En la pantalla, en la que luce un blanco cegador, se leen unos títulos en los que se advierte al espectador de que la película que está a punto de ver carece de subtítulos. Y ahora sí, empieza un viaje en el que dos hombres se encontrarán y, quizá, se dejarán mutuamente marcados. La historia se despliega en dos frentes sin aparente vinculación, pero que poco a poco van convergiendo. Más que por las sendas que traza el guion, los sentidos del film emanan de nuestra observación de los cuerpos y los espacios. Lee Kang-sheng, el hombre que mejor le aguanta la mirada al infinito, está sentado en el interior de su casa, y sus ojos se pierden en el exterior, en un horizonte que le atraviesa la frente.

Observamos al actor –en la piel de Shiao-kang, el protagonista de casi todas las películas de Tsai– desde el jardín; nos separa de él un cristal semitransparente sobre el que se refleja el paisaje en el que el personaje está absorto. Imágenes superpuestas de manera natural, que de alguna manera nos invitan a armonizar planos; realidades físicamente separadas que aspiran a ser una sola. Esto (y aquí es donde entra la magia del cine de Tsai) solo puede conseguirse dejando pasar el tiempo. Rizi dura apenas dos horas, pero es como si se alargara, en un sentido glorioso, durante días. Casi todos los planos hacen de la observación estática un efectivo dispositivo de dilatación del tiempo, una parsimonia que acaba vampirizando los sentidos y la psique del espectador. Volvemos al plano inicial de Hsiao-kang. De hecho, han pasado los minutos, y ahí seguimos, asimilando por completo la imagen: el ruido del viento que mece suavemente la copa de los árboles; el modo en que vibra el agua de un vaso que reposa junto al personaje; el ritmo pausado al que se infla y desinfla el tórax de Hsiao-kang…

Las primeras secuencias de Rizi se desarrollan en escenarios domésticos y naturales, un territorio de paz y armonía. La cámara reivindica la lentitud como antídoto contra la rapidez desquiciante del mundo moderno, como lleva haciendo Tsai a lo largo de toda su carrera y especialmente en sus cortos Journey to the West y No No Sleep. Trabajos en los que el fuego y el agua se tratan con ese mimo artesanal que siempre estará en las antípodas de la optimización industrial. En lo cotidiano, el ser humano puede recuperar un equilibrio natural olvidado. Ya sea preparando un plato para la cena o relajándose en una humeante sesión de acupuntura, la comunión entre el cuerpo humano y los elementos es total.

La prueba de fuego llega cuando abandonamos el confort del hogar y la naturaleza para enfrentarnos a una gran ciudad que, milagro, también se ha contagiado de las energías que pregona la película. Dos hombres comen en la terraza de un restaurante. Ahora, lo que nos separa de ellos es una carretera por la que circula toda clase de vehículos. Lo normal en este tipo de planos es que los coches, motocicletas y autobuses fueran golpeando violentamente la imagen. Pero aquí no. Cada vez que estos cuerpos mecánicos pasan por delante de nosotros, lo hacen acariciando el plano, comportándose como un oleaje motorizado. Y uno no sabe si se trata de un “efecto” sonoro orquestado por Tsai, o si nuestro cuerpo, cerebro y espíritu ya se ha sintonizado con la visión del artista. En cualquier caso, ya estamos preparados para captar el núcleo argumental de Rizi: un encuentro en el que sobran las palabras e incluso algunas imágenes que creíamos imprescindibles.

En los momentos de mayor intensidad, la cámara de Tsai recorta el cuerpo de los personajes para centrarse en su rostro (cabe recordar que el anterior film del taiwanés, Your Face, ofrecía una sinfonía de primeros planos). De nuevo, se nos concede el privilegio de la eternidad para asimilar todo lo que la imagen expresa; en esencia, una oda al poder sensorial y semántico del lenguaje corporal. Los dos hombres que protagonizan Rizi actúan como ese fuego, como esa agua y como ese viento. Son fuerzas de la naturaleza que, como tales, se manchan las unas a la otras. Es la emocionante sedimentación del poso humano. Lo llaman amor. No necesitábamos subtítulos, claro.