“Las mejores películas sobre niños han desaparecido o han sido olvidadas, y mi intención es recordarlas”, declara la voz en off del norirlandés Mark Cousins al comienzo de su documental Una historia de niños y cine. Este enunciado introductorio podría hacernos creer que su ensayo sobre la puesta en escena de la niñez en el séptimo arte se basa en un estudio de películas inaccesibles (u ‘olvidadas’, como apunta el crítico y cineasta). Sin embargo, el conjunto de films escogidos para ilustrar su tesis no se presenta como una yuxtaposición de películas de directores desconocidos (Idrissa Ovedraogo, Xianfise Keko o Mohammad Ali-Talebi) y de obras de autores de culto (Abbas Kiarostami, Luis Buñuel o Andrei Tarkovsky), como sí sucede en su trilogía posterior –compuesta por Here Be Dragons (2013), Life May Be (2014) y 6 Desires (2014)– de la que ya hablamos durante su paso por el Festival Atlántida. En esta ocasión, el material de archivo seleccionado oscila entre el cine forjado al margen de la industria y las superproducciones hollywoodienses. Esta vez, Cousins no margina el cine comercial, dado que en materia infantil no existe una desigualdad cualitativa entre E.T., el extraterrestre (Steven Spielberg) o el último mediometraje del senegalés Djibril Diop Mambéty, titulado La petite vendeuse de soleil. En este sentido, Una historia de niños y cine se dirige a un público más extenso y menos especializado que el de los últimos siete proyectos de no-ficción realizados por Cousins entre 2013 y 2015.
La tendencia populista de este documental se emparenta con la voluntad didáctica y teorizante de su opus magnum The Story of Film: An Odyssey. Como ocurría en su serie de quince episodios documentales sobre el devenir de la Historia del Cine, el Cousins-narrador de Una historia de niños y cine adopta una postura pasiva: su intención no es la de descubrir, sino la de mostrar. A diferencia de lo que ocurría en What Is This Film Called Love? o en su trilogía posterior, el autor no toma aquí su cámara para emprender un viaje físico en busca de nuevos conocimientos. No es necesario recorrer tierras inhóspitas para revelar a la audiencia cómo se ha representado mundialmente la infancia en el cine. Tan sólo le basta con observar a sus sobrinos, Laura y Ben, jugando frente a su cámara de vídeo durante doce minutos.
De este modo, el documental se construye a partir de las semejanzas entre la toma fija casera y los planos de otras cincuenta y tres películas de veinticinco países distintos. El propósito de este largometraje es demostrar la universalidad del comportamiento infantil, puesto que los directores de todas las grandes obras sobre pequeños héroes han caracterizado a sus protagonistas con la misma timidez, inseguridad, estado de incomprensión o pulsión destructiva. Como señala Cousins: “cualquiera que haya pasado mucho tiempo con niños conoce esa mirada, o ese otro gesto…”. Probablemente, hubiese sido más fácil para el autor establecer patrones sobre el comportamiento infantil en el cine yendo directamente a las fuentes; es decir, investigando la repetición de ciertas tomas, y la singularidad de otras. No obstante, Cousins emprende otro camino –más difícil, pero también más estimulante–. En vez de elaborar una historia sobre los tópicos de la niñez en el séptimo arte, el autor de I Am Belfast nos brinda una lección cinéfila sobre los escasos films que han captado la esencia de la niñez a la perfección.
Por otro lado, el teórico norirlandés también ilustra los rasgos que se acentúan en las películas que comparten procedencia geográfica. Por ejemplo, para Cousins la cinematografía japonesa es la que mejor representa la timidez de los pre-adolescentes, como bien han demostrado los clásicos Un albergue en Tokio (Yazujiro Ozu) y Niños en el viento (Hiroshi Shimizu), o el cine del contemporáneo Hirozaku Koreeda con Nadie sabe y de Shinji Sômai a través de Moving. En cambio, el cine realizado en Irán se ha centrado en exhibición de la ira, la tozudez y las pataletas de los pequeños. El máximo exponente de dicha distinción es la protagonista de El globo blanco (Jafar Panahi), dado que su insistente capricho por comprar una carpa dorada es una metáfora de la impotencia que frena a una sociedad aprisionada por el querer y el no poder. Por último, Cousins indica que tanto las películas soviéticas como las británicas son especialistas en expresar el malestar psicológico de los chicos que pertenecen a clases sociales no privilegiadas. En esta categoría el director sitúa muchos relatos dickensianos sobre huérfanos como Freedom Is Paradise (Sergey Bodrov) o Cadenas rotas (David Lean).
Aunque pueda parecer lo contrario, las lecciones cinéfilas de Una historia de niños y cine no son narradas siguiendo una pauta geográfica. Aquellos que estén familiarizados con el método Cousins sabrán que el montaje de sus films no se rige por un orden lógico, sino poético; pues sólo Cousins sería capaz de enlazar un plano de Curly Top (Irving Cummings) con el prólogo de Fanny & Alexander (Ingmar Bergman), o una escena de El globo rojo (Albert Lamorisse) con otra de Amenaza siniestra (J. Lee Thompson) –cuyo título original es The Yellow Balloon– para llegar a su película favorita sobre niños, que tiene el mejor plano cenital de un niño y sus globos: Melody for a Street Organ (Kira Muratova).