En Victory Day, el ucraniano Sergei Loznitsa (En la niebla, Donbass) echa mano de un sexto sentido observacional para prolongar su estudio del valor que le damos, como sociedad, a nuestro patrimonio histórico y cultural. Así, el cineasta de origen bielorruso retoma las tesis expuestas en su anterior trabajo documental: Austerlitz. Si allí recurría al blanco y negro para dejar constancia de la banalización del horror histórico –en aquel caso, a través del análisis, en distanciado plano fijo, de la reconversión turística del campo de concentración de Sachsenhausen–, aquí abraza todo el espectro cromático para retratar los actos conmemorativos de una efeméride con 74 años de antigüedad: la victoria del Ejército Rojo sobre el Tercer Reich. Triunfo pretérito y promesa de futuro a la vez.

En esta ocasión, Loznitsa planta la cámara en el Treptower Park de Berlín para capturar la enormidad de un monumento en recuerdo de los soldados soviéticos caídos en la batalla –una suerte de colosal mausoleo– y también para dar cuenta de lo que ocurre allí cada 9 de mayo. Así, somos testigos del final de una gran peregrinación que lleva hasta tierras germanas a gentes venidas de todo el antiguo bloque soviético, de Rusia a Kazajistán, desde tierras siberianas a Ucrania. La película retrata este encuentro mediante una serie de postales conjugadas mediante un meticuloso montaje de sonido y por la congregación de una verdadera marea humana. La ausencia de títulos explicativos, de voz en off o entrevistas, no priva a Loznitsa de articular un discurso crítico respecto a una festividad y un lugar cargados de simbología.

La historia, obviamente, trae cola y, hasta hoy, despierta lecturas contradictorias, una muestra del modo en que nos aferramos a imágenes utópicas, idealizadas, al tiempo que nuestra consciencia colectiva se debate entre la evolución y el estancamiento. Ante las estampas que ofrece Victory Day, resulta difícil no percibir una distancia crítica (incluso satírica) entre la mirada de Loznitsa y el objeto de estudio. Abundan las escenas pintorescas (un tipo con vestimenta militar se pasea acompañado de un pequeño carro/altar tirado por dos perros y engalanado con una foto de Stalin) y el cineasta se niega a cambiar de punto de vista por mucho que en algunos momentos el cuadro quede absurdamente perturbado por elementos intrusivos (un visitante repara en la presencia de la cámara y se acerca lleno de curiosidad, devolviendo la mirada al espectador). Al mismo tiempo, Loznitsa no puede evitar embriagarse del ambiente festivo del entorno: en un momento determinado, renuncia a su observación estática para dejar que la cámara siga a unos hombres y mujeres que bailan al son de Katyusha, esa canción folk convertida ahora en himno pop.

La vieja gloria militar es el motor principal de esta celebración, pero también lo es el hermanamiento de pueblos y generaciones bajo el recuerdo de un pasado que ahora parece mejor. Cosas de la nostalgia, y de un presente en el que Vladímir Putin ha enraizado su proyecto ultranacionalista en la exaltación de una memoria tergiversada: junto al ensalzamiento de la figura de Stalin, en Victory Day se escuchan varias teorías acerca de la pervivencia del Tercer Reich, supuestamente oculto en la Alemania actual. Loznitsa combina astutamente imágenes de la iconografía bélica, omnipresente en Treptower Park, con las emociones humanas que se pasean por ella en busca de un sentido vital, existencial, nacional. El ayer y el hoy transmiten sensaciones distintas, pero comparten campo y, en última instancia, un orgullo herido.

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