Un grupo de personas extrañas se dispone a entrar en una casa no menos extraña. Llevan bajo el brazo una orden judicial de embargo, pero se quedan con las ganas porque, al parecer, el propietario del apartamento no estaba. Lo afirma una señora de la escalera, que añade que el hombre se ha ido de viaje, y que nadie sabe cuándo volverá. De modo que la comitiva del juzgado se retira… y entonces se descubre el pastel. La señora era en realidad la madre del requerido, que no ha marchado, sino que se oculta entre las sábanas de su cama… y los recuerdos de tiempos pasados. Así arranca El viaje a Kioto, de Pablo Llorca, extraña tragicomedia con la decadencia (artística, principalmente) como eje vertebrador, y con las relaciones materno-filiales no tanto como enigma a descifrar, sino más bien como refugio infalible para protegerse de todas las inclemencias de la vida. Un músico comercialmente venido a menos planea juntar sus últimas fuerzas y recursos económicos para celebrar un último concierto: esta vieja reminiscencia de la Movida madrileña necesita sentirse viva por última vez.

Con estos elementos dramáticos sobre la mesa, Llorca –autor de films como La espalda de Dios, La cicatriz o Días color naranja– decide rebajar las pulsaciones y tranquilizarse. No exagerar, si se prefiere. Ese “viaje a Kioto” que promete el título es en realidad la canción de más éxito (¿la única?) de un compositor torturado por la condena del One Hit Wonder. Es el anhelo de fuga de una realidad a todas luces decepcionante, pero también la casilla final para un canto del cisne que, en contra de los pronósticos, no va a buscar ni la épica ni el golpe de gracia. Madre e hijo flirtean en algún momento en convertirse en aquel Erich von Stroheim y aquella Gloria Swanson que deambulaban por aquel el Sunset Boulevard de El crepúsculo de los dioses, pero al final todo queda en amago.

El carácter descaradamente amateur de la mayoría de actores inyecta en El viaje a Kioto un profundo aire de extrañeza, pero también de proximidad. Una calidez cercana que pide expulsar de la mente cualquier artificio. Prohibidas quedan las segundas lecturas y otros tipos de voluntades malintencionadas. A lo mejor no son malas interpretaciones, sino simplemente auténticas. Gente de verdad dando vida a un micro-universo de personajes con aspiraciones a convertirse en realidad o, al menos, a evocar una cierta realidad. Esa madre y ese hijo se muestran pues como lo que son. Dos seres que se quieren y que se apoyarían en todas las locuras que hicieran falta. Cine sencillo (que no necesariamente simple), orgullosamente bienintencionado, aunque no por ello ingenuo. Madres e hijos en su esencia más pura.