A todos nos gusta el plátano arranca con una escena que adquiere todo su significado a medida que se van sucediendo los pasajes, aparentemente inconexos, de esta película expansiva, tentacular, punzante. El rotulador de un dibujante se abalanza ferozmente sobre una cartulina en la que, con el resbalar de la tinta, va tomando forma una imagen de fuerte calado icónico: un rostro de fosas nasales anchas y pelo arremolinado que evoca el rostro de una persona de origen africano. Aunque, más incluso que la cuestión figurativa, aquí se impone una lectura formal de la imagen y el gesto. El dibujante traza su obra sin levantar su instrumento de la página, en una línea continua e ininterrumpida, ensayando un equivalente plástico del flujo de consciencia literario, aunque, paradójica y brillantemente, el resultado final del dibujo revela una planificación, una organización, un sentido. Así es también como toma forma A todos nos gusta el plátano, encajando el empuje visceral de sus escenas, construidas como si se trataran de pequeños autorretratos improvisados, en una estructura de la que emana un objetivo meridiano: el retrato vívido e incisivo del día a día de la comunidad afrodescendiente en España. Rubén H. Bermúdez, el director de la película, publicó en 2018 el libro Y tú, ¿Por qué ers negro?, una meditación acerca de “la relación entre España, como nación, y la negritud”. Ahora, con su primer largometraje, ganador de la Competición Nacional del festival DocumentaMadrid, Bermúdez ahonda en el hermanamiento de una serie de experiencias personales que alumbran una realidad colectiva.

A todos nos gusta el plátano se construye a partir de una colección de momentos cotidianos filmados por sus propios protagonistas. Se cocinan platos tradicionales, se escriben postales para familiares y amigos lejanos, se trabaja arduamente en la confección de peinados trenzados, unas jóvenes se maquillan mientras se escuchan canciones de The Neighbourhood, se sale de fiesta, se viaja en transporte público en España y en algún país africano, hay que enfrentarse a unos hostiles agentes de seguridad de RENFE… Un mosaico privado y coral que engarza las experiencias singulares de los protagonistas dando forma a una suerte de “Arca de la Alianza” en la que la idea del “mandamiento”, del deber ser, es sustituida por una mirada comprensiva hacia uno mismo y el otro, hacia la condición humana. Con su película, Bermúdez abre un acceso directo a la intimidad de su gente, y resulta sobrecogedor sentirse tan bienvenido en unas vidas ajenas que, de forma casi instantánea, la película convierte en próximas –al menos fue así para este crítico español nacido en Chile–. De hecho, el predominio de momentos marcados por la bonhomía y el afecto pueden llevar al espectador a pasar por alto algunos detalles inquietantes, como la práctica ausencia de personas blancas en la película, hecho que pondría de manifiesto la férrea distancia que se impone entre el inmigrante (y sus descendientes) y la población autóctona.

Bermúdez apuesta en su ópera prima por la sensación de inmediatez que emana de las texturas de baja definición, los encuadres improvisados, la continuidad temporal y una concepción impura del audiovisual. En A todos nos gusta el plátano –realizada en el marco de las residencias artísticas de Matadero Madrid– conviven unas imágenes tomadas con lentes de ojo de pez (así se filma un selfie en el parque) con el formato vertical que ha popularizado Instagram (así se captura el ronroneo de un gato). Las cámaras de los móviles se erigen como dispositivos de captura que asumen la doble función de hacerse presentes en la película (de ahí emerge la autorreflexividad del film) y, al mismo tiempo, facilitar la inmersión en las realidades de los personajes pasando desapercibidas. De hecho, resulta casi imposible imaginar esta película, en la que muchos personajes filman su propia imagen en un espejo –como si los reflejos ayudaran a horadar lo superficial y reconocer lo verdadero–, filmada con cámaras de alta gama. Dicho esto, no debe confundirse esta apuesta por una cierta tosquedad con la falta de planificación, que se hace patente no solo en la proliferación de espejos sino también en la estructura del collage visual, que formula una sinuosa cadencia entre momentos de quietud y de movimiento, entre pasajes diurnos y nocturnos, entre imágenes de España y África, entre momentos de enorme ternura y de persecución, entre retratos de la comunidad y momentos de soledad, entre pausas marcadas por el hedonismo e instantes de gran fulguración creativa (musical y pictórica).

En definitiva, A todos nos gusta el plátano abre un nuevo camino para el viejo arte de la observación obstinada, aquella que halla momentos de gran resonancia en detalles que podrían parecer insignificantes. Ahí está, por ejemplo, esa escena extraordinaria en el que dos chicas jóvenes ríen mientras ven al personaje de Fernando Tejero en La que se avecina reclamando: “¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? ¿Cuál es el sentido de las cosas?”. O cuando una televisión recoge un discurso de Andrés Manuel López Obrador donde el presidente mexicano se refiere a las “heridas abiertas” que permanecen desde el periodo colonial. A la postre, con su colección de momentos pasajeros y reveladores, Bermúdez invita al espectador (cinéfilo) a fantasear con un remake de la analítica 71 fragmentos de una cronología del azar, donde Michael Haneke diseccionaba los males de la Europa del bienestar, humanizado por el temperamento cálido de Jonas Mekas, el maestro del cine-diario. También es posible imaginar A todos nos gusta el plátano como una posible culminación del sueño democratizador de Jean Rouch, un cine capaz de disolverse en su entorno para dar voz a aquellos que no la tienen y la reclaman. Un paso adelante en un camino por labrar.