Axel es un niño menudo, de unos diez años, al que le gusta modelar en barro, cantar y ver documentales del espacio. Vive con sus tres hermanas mayores, que revolotean incesablemente por un apartamento estrecho –esa es la sensación que transmite: más que de pequeñez, de angostura–. Mientras, se ultiman los preparativos para la fiesta de cumpleaños de su madre, que se celebrará tres días antes de lo señalado en el calendario por insistencia de la homenajeada. Van llegando los invitados, algunos esperados, otros no tanto; entre conocidos y extraños no superan la docena, pero la casa se presenta como si estuviera, no obstante, abarrotada. A todo esto, la madre se encuentra totalmente confinada en una habitación adjunta, en permanente fuera de campo. Si este espacio desconocido desempeña las funciones de prisión o, por lo contrario, de fortaleza, no llegaremos a saberlo del todo, aunque el candado que bloquea la única puerta de acceso apunta a la primera opción. Sin embargo, más allá de una débil obstinación de la madre por querer salir, la situación se presenta bajo un halo de naturalidad. El estado de las cosas no se discute, simplemente, es. Las diferentes manías que la madre expresa a voz en grito a través de una pequeña ventanita que comunica su habitación con el baño son desairadas por las hijas, como si trataran con un crío especialmente insistente.
Por si el planteamiento no fuera suficientemente angustiante, el debutante en la dirección Vladimir Durán (egresado de la Universidad del Cine de Buenos Aires) fuerza un formato anómalamente panorámico (peculiar relación de 2:35:1), que encierra a unos personajes que, teóricamente, se encuentran libres, como si fueran protagonistas de un relato de Franz Kafka. Que el relato se condense en unas pocas horas y en escasas habitaciones, todo ello asfixiado por la geometría de los encuadres, acentúa la profunda desnaturalización de las relaciones familiares. La propuesta formal y narrativa del film genera un interesante desajuste en la percepción de lo extraordinario. Con el encierro de la madre convertido en un elemento “normal”, el extrañamiento recubre todo lo demás: la relación entre las hermanas, con el pequeño Axel, con la tía e incluso con el espacio que los cobija.
En consecuencia, el ambiente que se respira está inevitablemente enrarecido y va cargándose a medida que avanza el film, pasando por una tensa sesión de constelaciones familiares, donde los hermanos verbalizan toda la problemática que puedan tener unos con otros. Toda la película se presenta como si fuera un vaso a punto de derramar que, cuando lo hace, no descarga tensión alguna, sino que se mantiene igual de lleno y precario. En Adiós entusiasmo, la disfunción es la norma, pero, contrariamente a lo que sucede, por ejemplo, con la familia de La ciénaga de Lucrecia Martel, el retrato de Durán no incorpora un tono grave o funesto. Su herramienta básica es una suerte de espontaneidad y su lenguaje, el del día a día. Sus personajes simplemente aceptan la extrañeza del dispositivo y lo adoptan como única realidad. La tensión que se causa al espectador no puede tener solución, porque su origen se encuentra en la propia condición inefable de la familia y el mundo que la rodea.