Una cosa está clara: Barbara es el retrato de una diva. Lo que ya no resulta tan evidente es qué diva de las que aparecen en la película interesa más a su director Mathieu Amalric. Los créditos iniciales unen e igualan en importancia los nombres de la chanteuse de la que se pretende hacer un biopic y de Jeanne Balibar, la actriz que debe interpretarla, y que desaparecerá (aparentemente) en las máscaras de la ficción: por un lado, Balibar es Brigitte, una actriz contratada para interpretar a la autora de L’aigle noir en un filme dirigido por Yves Zand, avatar del mismo Amalric. Y, claro, Balibar también es Barbara, icónico nombre con el que se inmortalizó a Monique Serf (1930-1997), poeta de voz nocturna y figura espigada, que forma parte del panteón de la chanson francesa. Pero, según el filme, tanto Brigitte como Barbara son Balibar, y la frontera entre sus identidades apenas se insinúa en el corte que media entre dos planos.

Durante los primeros minutos de la película, vemos a Balibar encarnando a Brigitte mientras esta prepara su personaje, documentándose sobre Barbara a través de todos los materiales a su disposición, y haciendo suyo un guion que no teme alterar según le convenga. También se nos muestran secuencias de la película dentro de la película –como por ejemplo una que hace visible la difícil relación de la artista con su madre– que se detienen a través de un sonoro “¡corten!” para exhibir las bambalinas de un rodaje en proceso. Pero llega un punto en que la verdadera Barbara reclama un espacio en la ficción, siendo invocada a través de filmaciones de archivo; fragmentos que el montaje cose con planos dramatizados de Balibar-Brigitte, fundiendo rostros y creando una continuidad de espíritu que va más allá de semejanzas físicas y de caracterización.

La confusión de niveles metaficcionales implosiona definitivamente en el momento en que Yves-Amalric se arrebata en el sentido zuluetiano de la palabra, quedando enajenado en su obsesión por la cantante, y deseando introducirse literalmente en la obra que está creando –“¿Estás haciendo una película sobre Barbara o sobre ti?”, le pregunta Brigitte. “Es la misma cosa”, responde él–, mientras su actriz marca distancias con el proyecto a través de diversos episodios de fuga, como aquel en que seduce a un camionero, en los que reivindica su poder como creación autónoma.

Semejante dispersión acaba por bloquear todo intento de realizar un biopic –sea en el nivel de ficción que sea– pero eso, claro, es parte del juego que propone Amalric: Barbara no pretende contarnos la historia de una vida (los episodios biográficos que en ella aparecen no tienen afán didáctico, y más bien buscan el reconocimiento de aquellos que ya aprecien a la cantante), sino la de una voz. O, mejor dicho, dos voces. Porque si bien los archivos gráficos permiten que la Barbara real irrumpa (e interrumpa) en el filme con toda su majestad, Barbara también documenta el aura de Balibar, su capacidad para resultar vampírica sin caer en lo literal. Y, sobre todo, deja constancia de su crecimiento como cantante. Si Pedro Costa filmó en Ne change rien su exasperante entrenamiento vocal, Amalric le da la oportunidad de graduarse, dando la réplica y midiéndose con una verdadera fuerza artística de la naturaleza.