Hubo un tiempo en que a los críticos nos gustaba utilizar el cine de Pedro Costa para teorizar sobre la hibridación entre el documental y la ficción. Teníamos nuestras razones: no hay otro autor contemporáneo capaz de iluminar con tanto rigor y al mismo tiempo libertad la “presencia” de lo real: un universo material pero también afectivo y, sobre todo, político. Una realidad explorada, eso sí, desde la más elocuente rigidez formal: los personajes de Costa respiran como seres humanos, declaman como actores de teatro y posan como “modelos” salidos de una película de Bresson o Straub. Sin previo aviso, el cine del portugués nos deslumbró con su revolución estética marcada por el uso del soporte digital: una propuesta plástica que pasab por sobreponer nuevos tiempos y duraciones (más prolongados y testimoniales) a encuadres que reivindicaban la memoria de Ozu, Ford, Tourneur o Welles. Por último, Costa nos terminó de conquistar con su proyecto humano: un compromiso incorruptible con unas personas –habitantes del malogrado barrio de Fontainhas, olvidados por el progreso y la Europa del bienestar– a las que nunca ha abandonado.

La magistral Juventude em Marcha contenía uno de los momentos más emocionantes del cine del siglo XXI: un extenso monólogo en el que una reformada Vanda Duarte –la demacrada yonqui de No Quarto da Vanda– exhibía su lado más maternal. Un halo de luz que parece haberse apagado por completo en Caballo dinero, la espectral elegía de Costa por la dignidad de los desheredados. La oscuridad no es un capricho del director, sino la consecuencia de un mundo a la deriva en el que los pobres son condenados a vagar por hospitales y fábricas en ruinas. Los protagonistas del film –un Ventura golpeado por los achaques de la vejez y una mujer, Vitalina, asediada por recuerdos pesadillescos– se han convertido en moradores de las sombras. Costa todavía cree en su belleza: los filma entre una constelación de luces amarillas (ventanas de hospital) y los convierte en las gloriosas figuras de un interludio musical que supera al de Holy Motors de Leos Carax. Sin embargo, no hay esperanza en el horizonte. El único destino que parece esperar a Ventura es su presente fantasmal, donde es perseguido y apaleado por la policía, además de acosados por los demonios del turbulento pasado de Portugal. El colonialismo y las pulsiones dictatoriales no son cosa del pasado, parece afirmar un Pedro Costa desolado.