Inés Barrionuevo regresa con Camila saldrá esta noche a la temática que desarrolló en su ópera prima, Atlántida (2014), una historia ambientada en un pequeño pueblo de la provincia argentina de Córdoba, de donde es natural la cineasta, que narraba el despertar sexual de dos jóvenes hermanas durante un verano. En Camila…, su cuarta película, la directora vuelve a contar con una adolescente como principal protagonista, pero al estudio de la melancolía y los miedos propios de este periodo vital convulso y excitante se suma una determinante carga de reivindicación del empoderamiento femenino. Así se construye una obra que articula un discurso político desde el ámbito de la intimidad.
La protagonista del film, Camila (Nina Dziembrowski, un verdadero descubrimiento), tiene 17 años y está a punto de terminar sus estudios cuando se muda junto a su madre y su hermana pequeña desde La Plata, donde vive su padre, a la casa de su abuela, que está ingresada grave en un hospital en Buenos Aires. El cambio de vida implica dejar atrás a sus amigos, enfrentarse a una gran ciudad y a un nuevo colegio. Al igual que en su anterior film, Julia y el zorro (2018), asistimos en Camila… a un importante proceso de transformación personal. Una odisea existencial que se abre en clave contemplativa, casi melancólica, pero que pronto va dejando pistas de que, junto al componente iniciático del tránsito a la madurez, el film va a encarar otras cuestiones que preocupan a las jóvenes en Argentina y en muchos otros países del mundo. En una de las primeras secuencias, Camila acude a una entrevista con el director del nuevo colegio y este, al ver el pañuelo verde que cuelga de su mochila, le advierte que allí eso no está bien visto. Es decir, que la protesta por la demanda de una ley del aborto no tiene cabida en una institución católica. Es un detalle mínimo que contiene una fuerte carga simbólica y avanza algunos desarrollos temáticos de la película.
Apoyada en la labor de fotografía de Constanza Sandoval, Barrionuevo capta la cotidianeidad de su protagonista de una manera sencilla, acercándose a su rostro y retratando unos silencios que transmiten desconcierto, tedio y dolor por la pérdida de su vida pasada. Camila tiene un par de relaciones sentimentales paralelas, pero no se ata a ningún compromiso porque se guía por sus deseos en cada momento. Además, está la convivencia con su madre, una mujer de otra generación que respeta el compromiso político de su hija (“si no fuera tu madre me darías envidia”), pero que ha acabado resignándose a una existencia que le ha venido dada.
La directora capta la esencia de una nueva generación que prefiere el trap y el reaggeton al rock. Un retrato generacional que no resulta impostado ni típico, y que no pretende en ningún caso ser moralizante. Deviene simplemente un contexto perfecto para contar una historia de relaciones personales (en especial familiares) en la que resuenan los ecos de temas que interesan a la juventud: la lucha feminista, la justa criminalización de los abusos sexuales, el derecho a decidir sobre el propio cuerpo o la protesta frente a la intolerancia. Temas que cobran forma en una película que podía haber sido un relato convencional de coming of age, pero que demuestra una valiente manera de plantear el compromiso desde el relato íntimo.