Para su debut en el largometraje, el español Carlos Balbuena eligió un relato de costuras clásicas y tono intimista: la historia de un exiliado que regresa a su irreconocible pueblo natal. Cenizas arranca con un viaje en tren hasta la localidad de la cuenca leonesa donde nació el misterioso protagonista (quizás un alter ego del director). Sin embargo, la razón de su estancia en Santa Lucía de Gordón nunca se desvela, al igual que su nombre y apellidos. Un fuera de campo narrativo que servirá como punto de partida par la deconstrucción del género de la road movie que lleva a cabo Balbuena en su extraordinaria ópera prima. Así, omitiendo ciertos elementos del cine itinerante más ortodoxo –por ejemplo, la motivación o el objetivo de la expedición– el film tomará otra dirección: la representación pura y trascendental de la correspondencia entre el exiliado y su antiguo entorno. De este modo, Cenizas podría ser la puesta en escena poética de un diálogo que nunca cristaliza, dado que el emigrante siempre será un turista cuando entre en contacto con su antiguo hábitat.

El mayor logro de este insólito debut es el método empleado para mostrar la incomunicación entre el hombre y “su” tierra. Al tratarse de una película sin diálogos sobre un diálogo irrealizable, Balbuena ilustra esa fallida y silente conversación a través de un conjunto de imágenes del paisaje, que podrían identificarse como planos subjetivos de la frustración y la melancolía que atormentan a la psique del personaje. Por otro lado, Balbuena combina esas tomas largas y fijas de calles desiertas, montañas, la estación de tren, el río o el frondoso bosque con otras escenas en las que el desconocido –encarnado por Jorge Tejerina– no lleva a cabo ninguna acción, más bien intenta relacionarse con el paisaje pensándolo, en silencio.

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Los largos paseos del forastero por esa localidad dedicada a la minería –un realidad retratada en toda su precariedad– devienen un viaje introspectivo muy similar al que realizaran los protagonistas de Los muertos o Liverpool. No obstante, la radicalidad de Balbuena va un paso por delante de la de Lisandro Alonso al plantear un retrato distorsionado del pueblo, casi una representación mental del mismo. Mediante la exquisita fotografía en blanco y negro o la elección de localizaciones tan bellas que parecen soñadas, el cineasta logra dilatar esa versión fantasmagórica de la realidad durante la hora de metraje. La película, producida por Pere Portabella y presentada en la antepenúltima edición del Festival Internacional de Cinema D’Autor de Barcelona, propone una vía heterodoxa para la filmación del recuerdo: su espectral puesta en escena de la aldea podría leerse como una metáfora del pasado en ruinas, al que sólo se accede a partir de un viaje mental –incluso, espiritual– a camino entre la imaginación y el delirio.

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