A medida que se transita por el circuito internacional de festivales de cine, uno se acostumbra a encontrar películas que, más allá del aparente atrevimiento de sus propuestas formales, resultan relativamente sencilla de leer. Los códigos se repiten, las propuestas ganadoras devienen fórmulas a seguir, las plataformas para la producción erigidas por algunos festivales (que responden a intereses artísticos pero también industriales) favorecen el establecimiento de patrones estilísticos y temáticos. En este contexto, las películas capaces de romper con las tendencias predominantes devienen raras avis, placeres excepcionales. Don’t Look at Me That Way, ópera prima de la directora germano-mongola Uisenma Borchu, premiada en el Festival de Múnich y en el REC de Tarragona, es uno de esos descubrimientos singulares.

El primero de los retos que propone al espectador Don’t Look at Me That Way consiste en buscar la forma de relacionarse con una película protagonizada por unos personajes marcadamente antipáticos: una mujer que vive con dificultad la maternidad (cuando de noche su hija reclama su atención, le pone un CD con cuentos mientras ella retoza con su novio) y su vecina, una diva cool y caprichosa que hace gala de un narcisismo de altura. El dúo iniciará un romance lésbico e intercultural que irá poniendo al descubierto las flaquezas de la madre y la esporádica generosidad de la vecina (interpretada por la propia directora del film), aunque un giro inesperado llevará este vínculo entre mujeres hacia un misterioso pozo de rencor y maldad.

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Como ya se apunta en el título, Don’t Look at Me That Way interpela directamente a los prejuicios del espectador: la figura de una mujer independiente, altiva, liberada sexualmente e implacable en el cumplimiento de sus deseos transgrede de forma evidente los roles de género tradicionales. En este sentido, gran parte de la película juguetea con un tipo de provocación tan efectiva como evidente –sacudiendo al espectador con un naturalismo crudo que remite a los films verité de Lars von Trier, con Los idiotas como guía espiritual–. Más estimulante resulta la puesta en escena de una enigmática trama paralela ambientada en Mongolia, imposible de ubicar temporalmente en la diégesis del relato. Aunque la guinda del pastel llega en el tercer acto, cuando la película conquista nuevos horizontes de complejidad. Primero, a través del emocionante recitado de un poema de Bertolt Brecht que alumbra una serena reflexión sobre los entresijos de la memoria, el amor y el deseo. Y luego, mediante un arrebato de violencia que desfigura el realismo de la propuesta, revelando un interés por la representación del deseo en sus vertiente más fantasiosa, y vinculando la película a ciertas estrategias del noir clásico, en la línea de títulos de Fritz Lang como La mujer del cuadro o Perversidad. Un brecha narrativa que certifica la naturaleza esquiva de esta película incómoda y fascinante.

Proyección de Don’t Look at Me that Way en La Casa Encendida.