Manu Yáñez (Zinebi, Bilbao)

En la selección de cortometrajes españoles de la 63ª edición del festival Zinebi, las cineastas marcaron el camino de lo que puede ser un futuro viable para una cinematografía sedienta de diversidad y originalidad. Así, por ejemplo, Virginia García del Pino optó por situarse en una bienvenida tierra de nadie en la estimulante Las niñas siempre dicen la verdad, un ejercicio a medio camino entre el cine de lo real y la fabulación fílmica en la que la directora barcelonesa ausculta nuestra realidad presente a través de una distopía elaborada sobre los textos poéticos de Rosa Berbel. No es la primera ocasión en la que García del Pino decide hacer suyo un discurso ajeno. Lo hizo en la deslumbrante Improvisaciones de una ardilla, construida a partir de las charlas improvisadas del filósofo Josep Maria Esquirol. En esta ocasión, el material de partida es aún más resbaladizo, elusivo. Los poemas de Berbel, engarzados por la prosa de García del Pino, se asientan sobre figuras metafóricas de alto vuelo, como la idea de los “hombres pájaro que nunca volverán a pisar la tierra”, una imagen alegórica que toma forma en las imágenes de operarios de grúas. Más misteriosa aún es la aproximación de Berbel a la maternidad, que en sus palabras se perfila como un territorio de responsabilidades aberrantes; palabras que llevan la película hacia el territorio de lo siniestro y que García del Pino contrapesa con la observación de la juventud y la infancia como territorios de inocencia y transgresión. ¿Será la fuerza destructiva de los niños y los jóvenes la única posibilidad de salvación para nuestro mundo? Jean Vigo no hubiese tenido dudas a la hora de responder afirmativamente… y García del Pino le va a la zaga. También en su inventiva formal, que busca desmontar preceptos ordinarios para fluir poéticamente. Por momentos, Las niñas… se asemeja a una sinfonía urbana, luego se decanta por el experimento de ciencia-ficción-documental (situado en el año 2030), y finalmente apuesta por una forma barroca y autorreflexiva de ejercicio ensayístico, donde el texto amaga con someter a la imagen, como en el cine de Elías León Siminiani. Cuando la voz en off apunta que “la escena empieza a desenfocarse”, la imagen responde con pleitesía. Puede que, en ese gesto, Las niñas… se vuelva más previsible, pero no cabe duda de que la poesía también requiere de ciertas lógicas.

En la obra de ficción Kinka (Apuro), Maider Oleaga sitúa la acción durante el Estado de Alarma que, en marzo de 2020, sumió a la sociedad española (y mundial) en un tortuoso encierro doméstico. Trabajando en unas coordenadas naturalistas que poco a poco van siendo devoradas por el extrañamiento, Oleaga perfila el camino hacia la oscuridad de dos mujeres mayores. Estamos ante un ejercicio de fuerte calado autoral –capaz de evocar los imaginarios de Roman Polanski y David Lynch en su trabajo en torno a la locura y lo monstruoso–, pero Kinka sería impensable sin la notable labor de sus dos actrices protagonistas. La cubana María Isabel Díaz Lago confiere a la sirvienta Doroty un resonante poso de humanidad y desesperación que solo es capaz de ensombrecer la lúgubre puesta en escena y las tenebrosas fugas oníricas de la película. Por su parte, Elena Irureta (protagonista de Patria) asume la difícil tarea de dotar de autonomía al personaje de Mari, a quién siempre vemos desde la perspectiva de Doroty, su cuidadora. Kinka construye su relato de un modo flagrantemente elíptico, una estrategia que le permite convertir sus giros y sus posibles lecturas en interrogantes reflexivos, desmarcándose así de una escritura didáctica. ¿Nos quiere hablar la película de las perversas y quebradizas jerarquías de una sociedad en la que pervive el sistema de clases? ¿O debemos ver Kinka como un trabajo acerca del enfriamiento de los vínculos familiares en el corazón del neocapitalismo (una actualización enrarecida de Cuentos de Tokio de Ozu)? Oleaga sitúa en el centro difuso de su película la extrema vulnerabilidad de los ancianos que se asoman al abismo de la demencia y los quejidos deformados que abundan en la banda de sonido (junto al silbido del viento y a unos zumbidos industriales) señalan la magnitud de la tragedia.

Por su parte, en Ningún río me protexe de min, Carla Andrade busca un modo de expresar en imágenes la vieja idea de la imposibilidad de escapar de uno mismo. En las tersas imágenes fluviales del “bosque húmedo” de la República Centro-Africana, la cineasta viguesa busca un cierto confín planetario, a la manera de Werner Herzog. Se trata de carcomer los límites de la representación: por ejemplo, lo que entendemos por cine etnográfico, que aquí se ve desposeído de toda perspectiva pedagógica para abrazar una disposición a lo sensorial. La película parece perfilar un itineriario hacia lo desconocido, incluso una huida. Sin embargo, desde bien al principio, una voz de mujer mayor, que se dirige a la cineasta desde el off sonoro, pone de manifiesto lazos irrompibles con el pasado, la familia, la vida en sociedad. El contraste entre imagen y sonido resulta chocante, pero el cariño que emana de la voz de Blanca Andrade Olivié inmuniza la película contra un juicio tendencioso de las dialécticas de lo conocido y lo desconocido, lo elegido y lo impuesto. De hecho, resulta imposible ver Ningún río… sin pensar en las seminales películas en las que Chantal Akerman reflexionó sobre su vida itinerante y el vínculo con su madre, de News from Home a No Home Movie. Andrade trabaja todo este magma emocional desde la búsqueda del extrañamiento –el plano general de un hombre que intenta domar una canoa rudimentaria se enrarece con la estela de una huella dactilar sobre la imagen– y desde la curiosidad: el legado familiar de la directora emerge a través de la espectralidad amable de unas filmaciones caseras (de 1953). Ahí está la herencia de la que resulta imposible escapar. Así habla esta obra de corte conceptual que pone frente a frente las nociones de lo personal y lo ajeno para cuestionar nuestras preconcepciones relativas a lo civilizado y lo salvaje.

Por último, el calificativo de mejor cortometraje español de la 63ª edición de Zinebi debe corresponder a Descartes, en la que Concha Barquero y Alejandro Alvarado llevan a cabo una ejemplar labor de arqueología crítica. Como explican unos intertítulos introductorios, el film surgió a partir de una visita de los realizadores a Filmoteca Española en el año 2016. Durante una investigación sobre el film Rocío de Fernando Ruiz Vergara –una obra censurada a principios de la década de 1980–, Barquero y Alvarado dieron con 260 rollos de negativo de 16mm que contenían los descartes del montaje final de aquel documental maldito, que ahondaba en los orígenes de la hermandad del Rocío. Con este valioso material de archivo en las manos, la pareja de cineastas construye una fascinante odisea plástica que, a la manera de Bill Morrison, centra su propuesta estética en la degradación de un metraje que ha resistido a duras penas el paso del tiempo. Así toma forma un recorrido por imágenes palpitantes, horadadas o descoloridas –en algunos casos se presentan en negativo– que atraviesan, maltrechas, pero perfectamente inteligibles, cuatro décadas de la historia de España, hasta convertirse en un testimonio alarmante de la pervivencia de los pecados originales de la Transición: la perpetuación de la desmemoria y el enquistamiento de un autoritarismo de tintes fascistoides.

Como se especifica en Descartes, Rocío fue la primera película secuestrada y censurada judicialmente en España después de la aprobación de la Constitución de 1978. Una afrenta al espíritu de la democracia ejercida por unos jueces que “privilegiaron el honor frente a la libertad de expresión”, en concreto, el honor de uno de los cabecillas de la represión fascista que aconteció en Almonte durante la Guerra Civil y que tuvo, entre sus orígenes, la retirada, en 1932, de unos azulejos de la imagen de la Virgen del Rocío por parte de la Corporación Municipal Republicana. Una memoria silenciada, pero obstinada, que Barquero y Alvarado invocan mediante una suerte de aullido audiovisual ahogado: imágenes silenciadas por la censura que llegan al espectador mudas, dado que su sonido no llegó a preservarse. Lo filmado por Ruiz Vergara a finales de la década de 1970 es reconvertido por Barquero y Alvarado en una fantasmagoría centelleante. Reconociendo las diferencias relativas a la praxis, cabría establecer un vínculo conceptual entre Descartes y la seminal Vampir, Cuadecuc, aquel anti-makingof vanguardista con el que Pere Portabella hizo aflorar las latencias fílmicas y políticas ocultas en El conde Drácula de Jesús Franco. Por su parte, Descartes abre en canal Rocíopara exponer su elocuente subtexto –las liturgias y las imágenes de “señoritos” confrontadas con el exceso de aires paganos, incluso con un deje queer– y sus heridas de guerra: la imagen de Franco arrodillándose frente a la Virgen, los trabajadores agrícolas empuñando una bandera rojo-sangre, o el testimonio a cámara de Pedro Gómez Clavijo, un testigo directo de la represión franquista que devino el motivo principal del auto de censura contra Rocío.

En uno de los giros más obvios de Descartes –una obra, por lo general, tocada por el misterio–, Barquero y Alvarado deciden introducir la lectura en off de la resolución de censura sobre Rocío. Con la pompa casposa característica de los edictos del antiguo régimen, la sentencia judicial condena la “inoportuna e infeliz recordación”, por parte de la película de Ruiz Vergara, de “hechos ocurridos tras el 18 de julio de 1936”, un ejercicio de memoria que, según el juez, atienta contra la necesidad de “no levantar rencores”. Por su parte, Descartes, una obra oportuna como pocas, se construye desde una urgencia que invita a levantarlo todo, sobre todo el recuerdo de los caídos a manos de la barbarie fascista. En otro gesto locuaz, Barquero y Alvarado rememoran, uno por uno, a los represaliados por el régimen en Almonte. Un pasaje en el que la imagen (que muestra los nombres y apellidos de las víctimas) se hermana con el sonido (la lectura en off de los mismos) para dar forma fílmica a un resonante ejercicio de restitución de la dignidad.