Sara (Juliette Binoche) y Jean (Vincent Lindon) disfrutan a solas de un merecido descanso. De hecho, parece que no quede nadie más en el planeta. Sus siluetas, apenas dos manchas en la azul inmensidad del mar, se presentan casi como los últimos vestigios de la humanidad. El agua, cristalina, arroja luz sobre dos cuerpos en total sintonía; tanta, que no sorprendería verles fusionarse en uno de los primero planos que comparten. Pero el idilio no tarda en romperse. A través de un túnel por el que circula un tren a toda velocidad, Fuego nos traslada una París inmensa y abarrotada, donde late el riesgo del contagio. En casa, la gente se comunica a través de videollamadas con una resolución de imagen casi grotesca; en el resto de interiores, no queda otra que taparse la cara con una o dos mascarillas.

Un gesto, una mirada furtiva, y ya se ha lanzado el embrujo. De camino a su trabajo en una emisora de radio, Sara se cruza con François, su expareja y, hace tiempo, mejor amigo de Jean. Y todo se precipita, y todo se va al traste. Fuego, lo nuevo de Claire Denis se articula como un triángulo amoroso que completa Grégoire Colin en la piel de un empresario con una irrechazable oferta laboral. Con su talento para la disección del más mínimo vaivén emocional, Denis despliega, a gran velocidad, el desmoronamiento de una armónica relación de pareja ante la aparición de un elemento disruptor. Luego, mediante un juego perverso de elipsis, la directora de Beau Travail sumerge al espectador en la turbiedad de los laberintos melodramáticos. En esta tesitura, la palabra hablada pierde su poder de interlocución y deviene un amasijo de balbuceos, medias verdades y evasivas. De los primeros planos pasamos al plano detalle. La cámara, fijada antes en los rostros de los actores, baja hasta sus manos: capta sus tics nerviosos, sus gestos delatores, sus marcas y heridas. En paralelo, el aparato cinematográfico acompaña el derrumbe de los protagonistas: la crudeza de las imágenes digitales priva de cualquier posibilidad de glamour a los integrantes de este triángulo pasional, y la profusa partitura de Stuart Staples parece trastocar la psique de Jean, Sara y François, meros títeres a merced de sus propios calentones.

En una escena, el personaje de Binoche explicita una sintomatología que bien podría haber formado parte de los Fragmentos del discurso amoroso de Roland Barthes, en el que Denis se inspiró para Un sol interior: “Ya estamos… una vez más, tocará estar siempre atenta al teléfono móvil… tocará sentirse húmeda”. Para disfrutar de Fuego, hay que acostumbrarse al tono directo con el que el guion coescrito por Denis y Christine Angot va adentrándose en cada tortuoso frente de la función. Solo existen los celos, las desconfianzas y la espera hasta que el móvil vuelva a sonar. Grégoire Colin –actor fetiche de los primero films de Denis– descoloca al representar la facilidad con la que el “galán fatal” pierde la dignidad; Juliette Binoche llora como nadie la pérdida de su propia libertad; y Vincent Lindon (que ya trabajó con Denis en la muy emocional Vendredi soir) da una semi-improvisada y magistral lección sobre la retroalimentación de la frustración. Cada uno con sus propios demonios… y alimentando los de su compañero de cama, como en las relaciones más enfermizas, aquellas de las que no es posible salir indemne.