Morosa y y algo dispersa, Happy End, la nueva embestida de Michael Haneke contra la conciencia del espectador, se presenta como una obra de cocción lenta. Como una araña que confecciona su tela mediante un movimiento concéntrico, la película se construye a golpe de guiños autorreferenciales, repartidos a lo largo y ancho de una familia burguesa flagrantemente disfuncional. En su estructura marcadamente fragmentaria, así como en la diseminación de sus enigmas, Happy End remite a títulos como 71 fragmentos de una cronología del azar o Código desconocido. La película arranca con unos planos filmados con un móvil (volverán a aparecer en diferentes momentos del film) que remiten inevitablemente a la alienación tecnológica de El vídeo de Benny o a la agresión videovigilada de Caché (Escondido), mientras que unos chats de Facebook trufados de perversión sexual conectan con las tóxicas relaciones interpersonales de La pianista. Aunque el autoguiño definitivo llega de la mano del personaje de Jean-Louis Trintignant, un patriarca ahora senil que cabe identificar como la evolución siniestra del protagonista de Amor.

Lo curioso del caso es que todos estos apuntes lúgubres, que suelen configurar el característico mosaico nihilista de Haneke, aparecen aquí asordinados, sin la furia con la que el director de El tiempo del lobo acostumbra a golpear a su audiencia. En este sentido, no resulta extraño el desconcierto que Happy End generó entre los seguidores del cineasta austriaco en la presentación del film en el Festival de Cannes de 2017. Alejada de los giros virulentos y los estallidos de violencia explícita con los que Haneke suele condimentar sus bombas de relogería fílmicas, aquí la acritud aparece pasada por el filtro de una macabra normalidad, en la que conviven, desde los primeros minutos del film, intentos de suicidio, hostilidad familiar, proyectos empresariales fallidos y paternalismo burgués. En todo caso, hay que clarificar que la aparente sutilidad de la propuesta –que algunos compañeros ven bañada de una comicidad que a mí se me escapa– no hace más que esconder la crueldad congénita de la mirada de Haneke. El austríaco dispara en todas direcciones, a la decadencia moral de una sociedad youtuber, a la mala conciencia de occidente respecto a drama inmigratorio (la acción transcurre en Calais), o a la irresponsabilidad de un padre de familia alérgico al verdadero compromiso.

Si algo dejó clara la edición de 2017 del Festival de Cannes (y el cine contemporáneo en su conjunto) es que Haneke ha creado una prolífica escuela cinematográfica que ha adoptado la crueldad como lema y la denuncia de la corrupción moral de las clases acomodadas como tema central. Lo llamativo es que los aprendices del austríaco, autores como del ruso Andréi Zviáguintsev, el sueco Ruben Östlund o el griego Yorgos Lanthimos, entre otros, parecen haber dejado atrás al maestro en su brutalidad y capacidad de ensañamiento con los personajes y el espectador. El Planeta Autor se precipita por la pendiente de la sordidez. Por su parte, este crítico, obstinado rastreador de resquicios humanistas, observa la fiesta desde la distancia y espera tiempos mejores.