En una de las primeras escenas de Jurassic World, una dirigente del parque temático que da nombre al film lamenta que los “niños do hoy” ya no se sientan impresionados ante la presencia de un dinosaurio “real”. En la trama de esta cuarta entrega de la saga jurásica, la queja se enmarca en la necesidad que tienen los dueños del parque de construir dinosaurios alterados genéticamente. Necesitan monstruos más grandes, más feroces. Aunque, en realidad, el lamento podría ser perfectamente compartido por los autores de la película y del conjunto del cine de acción (híper-digitalizado) que monopoliza la cartelera con mano de hierro. Y la pregunta es: ¿con qué cartas juega una película fantástica de aventuras que sabe que probablemente no conseguirá impresionar a un espectador que ya lo ha visto todo? La promesa de mostrar a “un dinosaurio más grande que el T-Rex” parece un pobre placebo si uno recuerda un título reciente como Pacific Rim.

La primera respuesta a la pregunta es bien clara: Jurassic World exprime a fondo la nostalgia de aquellos espectadores que sí se maravillaron con Jurassic Park (incluido este crítico, cuya mandíbula de joven cinéfilo casi se desencajó al ver por primera vez un prado de dinosaurios; poco importaba en aquellos tiempos de ingenuidad que fuesen bestias digitales). El guión del nuevo film –escrito a ocho manos– hace numerosas referencias al primer episodio de la saga, cuyo parque es recordado como una reliquia de monstruos genuinos; mientras que Chris Pratt –el extremo masculino de la pareja protagonista– se postula sin disimulo como el protagonista de una hipotética nueva entrega de Indiana Jones: repite en dos ocasiones la conocida Indy-peripecia de lanzarse derrapando por el estrecho margen de una puerta a punto de cerrarse. En el otro extremo del dúo cómico-romántico está la siempre deslumbrante Bryce Dallas Howard, a la que le toca encarnar el desagradecido y muy conservador papel de la mujer profesional que debe pasarlas canutas para descubrir la importancia de la vida familiar y de pareja.

Luego, el otro argumento que utiliza Jurassic World para disimular que sus batallas de monstruos son de una espectacularidad efímera (dejan de impresionar a los pocos segundos de empezar), es un imposible cóctel de inofensivas peroratas sobre temas “candentes”: la avaricia de las grandes corporaciones, la amenaza de los mercenarios de la seguridad privada y los límites éticos de la ingeniería genética. Esta última cuestión se convierte en el centro temático de gran parte de la película, como lo fue de la primera entrega de la nueva saga de El planeta de los simios. En ese sentido, Jurassic World, con su notoria incapacidad para evocar ningún tipo de empatía emocional con sus personajes de carne y hueso, palidece al lado de El origen del planeta de los simios, que enmarcaba sus postulados éticos y filosóficos en una emotiva odisea protagonizada por una criatura digital (el chimpancé César interpretado por Andy Serkis). Queda claro que el problema no está en la preeminencia del cine digital, sino en cómo se utiliza dicha tecnología para otorgar un sustento dramático (además de plástico o conceptual) al film en cuestión.