La camarista, ópera prima de la mexicana Lila Avilés, se eleva como una pequeña gran película destinada a pervivir humilde pero locuazmente en la memoria del espectador. El film retrata la angustiosa rutina de Evelia (Eve en su forma acortada), una camarera de piso de un hotel de lujo en Ciudad de México a la que da vida una silente y expresiva Gabriela Cartol. Apuntando, desde su inicio, un rumbo estético marcado por el compromiso realista, La camarista presenta un relato tensado por los choques constantes de la protagonista con todos aquellos que la rodean, tanto huéspedes como compañeras y personal. Unos conflictos desperdigados a lo largo de un tedioso bucle vital. Como a Eve, a los espectadores no se nos permite escapar de esa cotidianeidad agobiante, ni tampoco del espacio del hotel, que se dibuja como un microcosmos ensimismado, ajeno a la realidad exterior. Recorriendo las interminables plantas del hotel y los montones de sábanas blancas, la cámara de Avilés centra su objetivo en una protagonista que, de manera significativa, es desplazada a los márgenes del encuadre, aislada de su entorno por la escasez de profundidad de campo. Estamos con Eve de inicio a fin, y eso trastoca nuestra percepción de un espacio asfixiante y laberíntico, vasto pero al mismo tiempo claustrofóbico.

A lo largo de la película, vamos descubriendo matices de la personalidad de Eve. Mujer de pocas palabras, sus gestos revelan su negativa a resignarse. Sumergida en un férreo clasismo de orden estructural –al borde de lo distópico en su pétrea jerarquía vertical–, la protagonista aspira a un puesto en la prestigiosa planta 42 del hotel. Sea como fuere, Eve persevera por conseguir una vida mejor (esa que queda insistentemente fuera de plano) sin quejarse ni tirar la toalla. Su ambición y deseos se manifiestan a través de pequeños detalles: su fascinación por los objetos de los adinerados huéspedes (ese precioso vestido rojo que lleva meses en objetos perdidos) y su curiosidad e interés por aprender y adquirir un conocimiento que pueda emanciparla.

En una realidad en la que las palabras carecen de significado, el silencio de Eve no debería sorprender. El film presenta un desfile de personajes ruidosos, incoherentes, a ratos hasta grotescos, que no cesan de hacer promesas, formular halagos, reclamar canjes… Sin embargo, esas “buenas intenciones” se deshacen en el aire. En este contexto, Eve abraza el mutismo como una forma de desacato al sistema, una rebeldía que, en los pasajes más disruptivos del film, deviene frustración y rabia contenida. Cuando la película se tiñe de rojo, el determinismo de orden fatalista se vuelve casi insoportable.