(Imagen de cabecera: “Con amor, Simon” de Greg Berlanti)

Endika Rey (Avilés)

Del 15 al 21 de abril, el Centro Niemeyer de Avilés ha celebrado la tercera edición de su Festival de Cine LGBTIQ. La muestra explora temáticas lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersexuales en el cine contemporáneo al mismo tiempo que se erige en centro de charlas, encuentros, mesas de debate y exposiciones alrededor del tema. El programa del Festival ha incluido cintas como O ornitólogo (João Pedro Rodrigues), Casa Roshell (Camila José Donoso) o The Misandrists (Bruce La Bruce) así como tres estrenos en España de películas tan variadas en su forma como paralelas en su fondo: Con amor, Simon (Greg Berlanti),  A cidade do futuro (Marília Hughes Guerreiro & Cláudio Marques) y They (Anahita Ghazvinizadeh). La gran ganadora de esta tercera edición ha sido Señorita María. La falda de la montaña (Rubén Mendoza), que se ha alzado con el Premio del Jurado “por tratarse de un documental que trata la construcción de la identidad en un entorno rural carente de referentes”. Heartstone (Guðmundur Arnar Guðmundsson) se ha hecho con el Premio del Público.

La normalización

Resulta curioso que la inauguración de un festival sobre los márgenes tuviese lugar con el estreno en España de una película de estudio. Con amor, Simon, dirigida por Greg Berlanti y producida y distribuida por la 20th Century Fox, marca un hito al ser la primera comedia romántica de Hollywood protagonizada por un adolescente gay. Del mismo modo que ocurrió con películas-acontecimiento como Wonder Woman (Patty Jenkins) o Black Panther (Ryan Coogler), el sistema de estudios parece haberse dado cuenta de que los aparatos alternativos de representación no sólo resultan de gran importancia social sino que también pueden ser máquinas de dar dinero. El problema –si es que hay alguno– de esta deriva hacia unos contenidos hasta ahora circunstanciales pasa tal vez por el hecho de que el marketing y el fondo se confunden hasta el punto de que cierta crítica no se permite ir en contra de una obra más por lo que significa que por lo que es. Esto ocurrió de manera bastante evidente en varios textos surgidos a propósito de Un pliegue en el tiempo de Ava Duvernay, donde los críticos casi parecían pedir perdón por cargar contra una película dirigida y protagonizada por mujeres negras. ¿Se puede estar al mismo tiempo a favor de un producto pero en contra de la obra?

Con amor, Simon comienza subrayando su propia declaración de intenciones: Simon es un adolescente que se encuentra en el último curso del instituto y su voz en off se empeña en dejarnos claro que es un chaval normal. Gay y armariado, pero normal. No estamos ante un personaje marginado, sino ante uno que tiene un grupo de amigos estable, una familia perfecta y pasa más o menos desapercibido en el instituto (del mismo modo que ocurría en la fantástica Lady Bird de Greta Gerwig, aquí tampoco pasará de extra en la obra de teatro que representan en clase de teatro). Simon nunca ha sido protagonista, ni siquiera de su propia historia, pero a diferencia de lo que tal vez suelen pretender cines más alejados del canon, tampoco tiene nada de apocalíptico y es plenamente un integrado. Tomando prestada la terminología de Eco, para él el problema de la cultura de masas y la sociedad en general no pasa por matar la originalidad y crear un gusto medio, sino por no poder participar de ese mismo gusto. Lo sugerente de la propuesta es que es precisamente en ese punto, a priori acrítico y estereotipado, donde la cinta ofrece algunos de sus apuntes más interesantes: pese a su sexualidad, Simon no quiere desmarcarse del mainstream. Nos encontramos ante un coming of age con todas las letras, uno que parte de una forma calcada y una fórmula reconocible pero también de uno que fulmina las expectativas desde el fondo, casi sin que nos demos cuenta.

Al igual que ocurría en ejemplos posmodernos recientes como Rumores y Mentiras (Will Gluck), Las ventajas de ser un marginado (Stephen Chbosky), la muy influyente Chicas Malas (Mark Waters) o incluso La llamada (Javier Calvo & Javier Ambrossi), Con amor, Simon es, ante todo, una película que es plenamente consciente del subgénero al que pertenece. No se trata tanto de que la cinta parta de referentes como John Hughes, sino del subrayado explícito tanto en aspectos de la trama (toda el guión está estructurado entorno a un admirador secreto), escenarios (padres que se van de fin de semana y fiestas que se montan solas) e incluso líneas de diálogo (“pasamos las tardes viendo películas malas de los noventa”). La actualización llega a través de ligeras modificaciones propias de nuestro tiempo (redes sociales, menciones a figuras integradoras como Barack Obama, etc) pero también a partir de un par de detalles que de algún modo la alejan de esa posmodernidad del homenaje literal y vacío.

Sin duda uno de los apuntes más interesantes pasa por el pseudo-villano de la función: Martin, el nerd interpretado por Logan Miller, chantajea al protagonista a cambio de que éste le ayude a enamorar a su amiga, y ya desde sus condiciones muestra un desvío de la norma: “No quiero que me ayudes a cambiar: quiero que se enamore de mi”. El personaje, que está siempre descrito a partir de su amor por la cultura pop, proporcionará secuencias tan interesantes como esa declaración de amor publica y extrema, en mitad de un partido de fútbol, donde será el encargado de representar el fracaso absoluto de los tópicos triunfales del cine teen; es decir, que el mal en Con amor, Simon proviene de la misma cinefilia. Para una película cuyo objetivo final pasa por mostrarnos un beso entre dos adolescentes del mismo sexo –imagen borrada y robada a lo largo de la historia del cine comercial–, esa idea es toda una declaración de intenciones.

Del mismo modo, la familia del protagonista no peca en ningún modo de puritana y las conversaciones sobre sexo son tan habituales como aquellas sobre comida. Con amor, Simon ofrece un escenario donde la imagen que nos hemos creado del mundo pasa obligatoriamente por la presión de una heteronormatividad simpática, supuestamente libre y sin censuras, pero, aun así, terriblemente intimidante . De algún modo, y salvando las distancias, la cinta de Greg Berlanti recuerda a la serie Lucky Louie donde un Louis C.K. previo a Louie mimetizaba la estructura clásica de la sitcom (pocos escenarios, público en directo, tres cámaras) para innovar desde los contenidos (blasfemidad, sexo, violencia, etc). A diferencia de aquella, Con amor, Simon es una cinta absolutamente blanca y tierna donde en realidad el mensaje final pasa por ser tan ideológicamente tóxico como el de la mayoría de cintas made in Hollywood (el amor y el encuentro en el otro como método definitivo de definición personal): aunque el film persigue la integración en la norma, también consigue llamar la atención sobre lo absurdo de las reglas. Desconozco si esa intencionalidad estaba presente en la mente de sus creadores, pero en cualquier caso, resulta difícil posicionarse en contra de Con amor, Simon, tanto del producto como de la obra.

“A cidade do futuro” de Marília Hughes Guerreiro y Cláudio Marques.

La diferencia

A cidade do futuro, dirigida por Marília Hughes Guerreiro y Cláudio Marques, fue otra de las cintas que el Centro Niemeyer estrenó esta semana en nuestro país. Situada en un pequeño pueblo de Bahía, en Brasil, la película cuenta la relación a tres que se establece entre Milla, una mujer embarazada de Gilmar, que a su vez mantiene una relación con Igor. Así, los tres juntos decidirán instaurar una nueva forma de familia con la oposición de vecinos y familiares que no acaban de entender esa estructura que rompe con lo tradicional. Más que como una cinta centrada en la propia identidad sexual, pronto la película se revela como una apología de la libertad de movimientos. Es decir, que en A cidade do futuro no importa tanto el individuo como el grupo y las posibilidades de los roles dentro del mismo. El problema es que toda esa historia atípica y hasta provocativa, con unos personajes complejos y repletos de aristas, está dirigida de una forma extremadamente convencional. Y lo que en Con amor, Simon era un punto positivo (ser consciente de la fórmula), aquí se convierte en un menoscabo porque no se trata de seguir unas reglas sino de subrayar un mensaje de libertad a partir de un confinamiento.

Un ejemplo: cuando Gilmar e Igor salen de fiesta, poco después de haber mantenido relaciones sexuales, nos encontramos en un bar donde las luces recrean formas de corazones que se sitúan sobre el cuerpo de los protagonistas. A su vez, suena una canción que asegura que “cómo me gustaría volver a probar tus besos” y esa melodía se convertirá en un leit motiv repetido insistentemente a lo largo del resto de la cinta. Esas dos ideas de puesta en escena apelan a un carácter esteta que en realidad no aporta nada de subtexto, simplemente señalan aquello que ya conocíamos con bastante trazo grueso. Según avanza, los directores hacen todavía más hincapié en ese carácter poco sutil y llegaremos a otras secuencias como aquella en que unos alumnos de Gilmar cuentan un chiste sobre gays donde la palabra “maricón” se repite hasta cinco veces. El discurso moral de A cidade do futuro tiene unas intenciones innegables, pero se encarga de subrayar con colores fluorescentes todos aquellos instantes en que, para bien o para mal, quieren que el espectador se introduzca en la piel de sus protagonistas. Desgraciadamente, el mecanismo hace que uno salga todo el rato de la cinta para ver las intenciones de sus autores.

Curiosamente, los instantes que mejor funcionan en la película de Guerreiro y Marques son aquellos alejados del discurso LGBTIQ. Pese a las presiones que viven los personajes, estos no querrán mudarse a otra ciudad en gran parte debido a un trauma relacionado con el embalse de Sobradinho. La construcción del mismo sumergió las residencias de sus padres en el agua y de algún modo convirtió a toda su generación en gente sin patria. La idea hace que surjan imágenes tan sugerentes como aquella del pez encontrado vivo en mitad de un camino de tierra, y será ahí cuando el discurso de la cinta se tranquilice, tal vez porque está planteado más como escenario que como meta.

“They” de Anahita Ghazvinizadeh.

Algo similar puede decirse de They, producción estadounidense dirigida por la cineasta iraní Anahita Ghazvinizadeh. En esta ocasión la cinta plantea un juego de identidades con su protagonista, de nombre “J”. Toda la primera mitad de la película se jugará con el no explicitar si estamos ante un niño que se siente niña o ante una niña que se siente niño. Sabemos que está tomando hormonas para parar el crecimiento y poder tener más tiempo para decidir respecto a su identidad, pero no mucho más. Tal y como el poema que se escucha en off y abre la película, estamos ante “un libro abierto que se acerca a mí, pero que está demasiado cerca como para poder leerlo bien”. Esa idea del primer plano indefinido tiene mucha fuerza, pero una vez sepamos exactamente ante qué tipo de situación nos enfrentamos, la película pierde impulso. Entenderemos que el They del título se refiere a esa dualidad del/de la protagonista, pero la cinta parece también dividirse en dos sin ser capaz de decidir qué aspecto es el que más le interesa.

En este sentido, llegaremos a una segunda parte donde los personajes secundarios ocupan el centro del relato. El novio iraní de la hermana de J las invita a pasar un día en compañía de su familia y, sin previo aviso, la película se convierte en una obra costumbrista sobre la inmigración y el shock cultural en Estados Unidos. Da la sensación de que Ghazvinizadeh pretende hacer un paralelismo entre la identidad fragmentada del inmigrante y la del transexual, pero la idea resulta más sugerente sobre el papel que en pantalla. Al igual que ocurría en A cidade do futuro, los instantes más fructíferos serán aquellos en que la directora se desvía de su propia tesis. Así, una conversación sobre bicicletas o un baile con otros niños se erigen en representantes de nada y de todo al mismo tiempo. Ghazvinizadeh, que aprendió a hacer cine junto a Abbas Kiarostami, se muestra en esos instantes capaz de alcanzar un retrato certero de la realidad a través de los actores no profesionales y será ahí cuando They hable portentosamente de la diferencia libre de ataduras: cuando la diferencia no sólo se refleje en el tema de la cinta sino también en la forma de aproximarse al mismo.