La Cañada Real es un poblado chabolista de Madrid que no aparece en los mapas ni en las estadísticas. Solo se hace ocasionalmente referencia a sus habitantes en la sección de sucesos de los medios o cuando se quiere hablar de marginación. La cineasta Isabel Lamberti ha decidido ambientar en este ‘no lugar’ su primera película, La última primavera, con la que compitió en la sección New Directors de la edición de 2020 del Festival de San Sebastián. Un film luminoso y directo que apela continuamente a la dignidad de sus protagonistas, y que toma como material de partida la realidad para reconstruirla con la mayor veracidad posible en un dispositivo fílmico de ficción.

Lamberti, que en 2019 participó en el Festival de Locarno con el corto Vader, es una cineasta transnacional: nació en Alemania, reside en Holanda y mantiene una fuerte vinculación familiar con España, donde pasa largas temporadas. A través de asociaciones que trabajan en la Cañada Real, la directora entró en contacto con el poblado y posteriormente con la familia Gabarre-Mendoza. Los hijos fueron los protagonistas de su trabajo Volando voy (2015), que ya fue premiado en Donosti, pero para su primera película decidió ampliar el retrato a toda la familia, en un momento de sus vidas absolutamente crítico, cuando les comunican la orden de desahucio y el posterior derribo de su casa.

En La última primavera, resulta inevitable encontrar resonancias de la forma de trabajar de Isaki Lacuesta en Entre dos aguas (2016) y La leyenda del tiempo (2006). Lamberti tuvo un contacto estrecho con sus protagonistas, a los que denomina su “familia”, y las escenas estaban escritas previamente a partir de hechos y situaciones reales, aunque los diálogos se fueran improvisando. Parte de la forma de abordar el proceso coindice con el de Lacuesta, pero Lamberti demuestra una personalidad propia, con una intención férrea de ponerse en todo momento de parte de sus personajes. La película se compone de retazos de su forma de enfrentarse a la vida, a través de los que la cineasta trata de acabar con su condición de personas “invisibles” para gran parte de la sociedad.

Lamberti apuesta por un estilo que apela al reportaje periodístico. Cámara en mano y eludiendo los planos subjetivos, sigue a los distintos miembros de la familia (el matrimonio, los hijos y la nuera, principalmente) en los días previos a que tengan que abandonar su humilde hogar. La búsqueda de trabajo de los jóvenes, las asambleas de vecinos o las peripecias administrativas del padre para encontrar un nuevo lugar para vivir son algunas de las situaciones en las que la directora acompaña a sus personajes reales. Sin embargo, los momentos que brillan con una especial intensidad son los que pertenecen al ámbito privado, esas charlas donde los personajes muestran su vitalidad y sus miedos, y también sus celebraciones. De hecho la película se abre y se cierra con dos encuentros del grupo especialmente reveladores.

En estos pasajes festivos es cuando el espectador se sumerge en la verdadera intimidad de los Gabarre-Mendoza, como lleva haciendo la cineasta desde hace años, y entiende el fuerte arraigo que sienten por el lugar donde viven. El grado de cercanía hacia ellos se percibe con mayor intensidad en cada nueva secuencia. Lamberti consigue este efecto de progresiva aproximación a través de imágenes atravesadas en todo momento por la naturalidad y la frescura. Estamos así ante una ópera prima singular que deja al espectador con ganas de conocer cómo serán las vidas de sus protagonistas lejos de la Cañada Real.