El documental La visita y un jardín secreto, de Irene M. Borrego, recoge la sabiduría de la pintora Isabel Santaló, cuya lucidez artística y espíritu transgresor se mantienen intactos pese a su avanzada edad. La historia de Santaló se asienta sobre fuerzas contrapuestas. Por un lado, está su pertenencia a una clase acomodada, que sobre el papel ha supuesto una ventaja de cara a desarrollar una carrera artística. Sin embargo, esa misma condición social la llevó a enfrentarse a su familia para defender su vocación por encima de un mandato tácito que le imponía casarse y formar una familia. En el seno de la clase burguesa, Santaló debió enfrentar tanto los obstáculos inherentes a la falta de oportunidades para las mujeres como la necesidad de demostrar que sus logros no solo se debían a las facilidades materiales y a una buena educación.
Todo este sino vital es estudiado con pausa y lucidez por Borrego, que abre La visita y un jardín secreto –ganadora de la Biznaga de Plata a la Mejor Dirección de Documental en el Festival de Málaga– con el registro silencioso del entorno doméstico de la pintora, quien vive en una casa humilde con su faraónico gato Ramsés y una asistenta doméstica. La tranquilidad se verá perturbada por los hallazgos que su sobrina, la propia cineasta, aporta a través de las declaraciones del pintor Antonio López –coetáneo de Santaló– y de otros allegados. Los momentos más luminosos de la cinta llegarán con las intervenciones de Santaló, cuya descripción del proceso creativo, basado en la búsqueda del accidente, genera una agitación emocional ineludible. Cabe destacar la inteligencia que demuestra Borrego al no mostrar la obra de Santaló, poniendo así en valor su legado inmaterial: la pasión por la vida de una artista repudiada y difamada por su propia familia, cuya carrera se vio sesgada, como la de tantas otras mujeres, por la dureza de los tiempos que le tocó vivir.