La ingeniosa e irregular Lo que hacemos en las sombras acomete la temeridad de devolver a la vida dos tendencias cinematográficas que muchos críticos y espectadores desearían ver muertas y enterradas para siempre. Por un lado, está la comedia vampírica, que tocaría su cenit gracias a Roman Polanski con El baile de los vampiros, de 1967 (uno de los films más discretos del cineasta polaco), y que certificaría su agotamiento definitivo con la lamentable Híncame el diente, de 2010. Y luego, por otra parte, está el falso documental de terror, que surgió como un modelo oxigenante en los tiempos de El proyecto de la bruja de Blair y que a estas alturas –con las sagas de Paranormal Activity, REC o V/H/S en el recuerdo– parece una fórmula gastada.

Pese a todo, Lo que hacemos en las sombras consigue salir airosa de su arduo desafío gracias al paciente abordaje de sus objetivos: la relectura del imaginario vampírico, el trabajo humorístico con lo anacrónico, la exploración del tedio cotidiano, la delicada articulación de un in crescendo narrativo… Gracias a su estilo destensado y a su cocción lenta –surgida de forma orgánica a partir de un trabajo sistemático con la improvisación–, la película consigue un interesante equilibrio entre la potencia de sus gags y la parsimoniosa construcción de sus personajes. Pese al escabroso y sangriento contenido, el tono satírico del film parece alejarse de lo grotesco para abrazar un cierto naturalismo que el espectador actual relacionará seguramente con ciertos patrones de la sitcom moderna (de The Office a Parks and Recreation, pasando por Curb Your Enthusiasm).

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Los numerosos referentes que pueblan la película van emergiendo de forma discreta. La figura del vampiro romántico que popularizó Entrevista con el vampiro adopta una forma patética en la figura de Taika Waititi, uno de los dos directores-guionistas-protagonistas de la película, que presta sus facciones maoríes a una criatura apocada que se sitúa en las antípodas de lo monstruoso. La (dudosa) ferocidad le pertenece a Vladislav, el vampiro a quién da vida Jemaine Clement, el otro padre de Lo que hacemos en las sombras, que junto a Waititi formó durante años el dúo cómico The Humourbeasts. Conocido por su participación en la serie Flight of the Conchords, Clement ha hecho de la excentricidad deadpan (el gesto pétreo, congelado entre el asombro y el desdén) su principal seña de identidad, y como Vladislav entrega una versión decadente del pomposo Drácula al que diera vida Gary Oldman en la película de Francis Ford Coppola.

Entre los guiños a films como Jóvenes ocultos o El misterio de Salem’s Lot de Tobe Hooper, el referente más suculento de Lo que hacemos en las sombras procede de la ficción televisiva británica y tiene poco que ver con el terror gótico. Según ha admitido Clement, fue a imagen y semejanza de la hilarante serie The Young Ones, emitida por la BBC entre 1982 y 1984, que él y Waititi moldearon la conflictiva y surrealista cotidianidad del grupo de vampiros: el piso cochambroso, el imposible reparto de tareas, el orden arruinado por la naturaleza destructiva de los inquilinos, la abulia generalizada…

Un cóctel de excéntrica banalidad que insufla aire fresco a esta comedia vampírica que, pese a sus numerosas virtudes, no consigue escapar a una de las taras más comunes del falso documental: su agotamiento prematuro. Pese al juego autoconsciente con el tedio, Lo que hacemos en las sombras cae en numerosos subrayados y por cada gag recurrente que triunfa (como el de los hombres lobo), encontramos otros que caen en el vacío (como varios de los relacionados con el personaje de Stu). Problemas de arquitectura narrativa que, en todo caso, no echan por tierra el original trabajo de Clement y Waititi, que saben sacar partido al funesto y anacrónico presente de sus vampiros del viejo continente varados en la Nueva Zelanda actual.