Lux Æterna se abre con un prólogo que concatena unas recreaciones filmadas de métodos de tortura medievales con dos cartelas. La primera contiene una cita de Carl Theodor Dreyer acerca de la “responsabilidad” del cineasta de “convertir la industria en arte”. La segunda revela los crueles métodos empleados por el director danés para obtener el máximo verismo en la interpretación horrorizada de una de las actrices de Dies irae. Al parecer, Dreyer tuvo dos horas a su actriz colgada de una estaca antes de arrojarla (simuladamente) al fuego. En este arranque, Gaspar Noé adopta la estructura tripartita del silogismo (dos premisas que llevan a una conclusión lógica) para argumentar que su fascinación por la representación del tormento resultaría de la proximidad natural (y cuestionable) entre la grandeza de Dreyer y el sufrimiento infligido a sus actrices. Con Noé mirando de frente a Dreyer, los cuarenta minutos restantes de Lux Æterna se orquestan como el estudio y la supuesta corroboración de este silogismo. Citando a Dostoyevski, el director de Irreversible se propone ratificar esa hipotética “felicidad suprema del epiléptico antes de la crisis”. En términos cinematográficos, la trascendencia (Dreyer) se alcanzaría por medio de una representación extática del dolor humano (en un rodaje tempestuoso).

El asalto a la trascendencia deja, sin embargo, un rastro de cuerpos en el camino. Cadáveres (Béatrice Dälle, la directora en la ficción, llama a los miembros de su equipo “muertos vivientes”) o títeres desechables, figuras condenadas a repetir y amplificar su condición arquetípica: la estrella desdeñosa interpretada por Charlotte Gainsbourg, el productor desquiciado, el crítico vanidoso y desocupado. Para Noé –por aquello de “escribir sobre lo que se conoce”–, un día de rodaje en un estudio cerrado deviene un terreno de juego plagado de pequeños revulsivos para la desazón y el conflicto: retrasos, injerencias indeseadas, problemas técnicos… Se podría imaginar esta película como una transposición del naturalismo literario, con su inclinación al estudio cientifista de los personajes, como si fueran ratas de laboratorio. Pasa que, si Zola y compañía mantenían una distancia prudencial con sus criaturas de ficción, Noé se mete (con botas militares) en el lagar y pisa con fuerza hasta que rezuma vino. Nadie como él para sentarse en la silla de Director Déspota y declararse la “manzana podrida original”, canalizador de las agresiones necesarias para la creación de una gran película. No parece gratuito que el aspecto físico del personaje del director de fotografía (Maxime Ruiz), particular “torturador” de las actrices en el set, remita al del propio Noé. Queda, sin embargo, un espacio para la duda: ¿es el mea culpa de Noé una forma de expiación o un gesto de pura vanagloria?

Aferrado a su concepción visceral de la imagen-speed –encuadres empastados a base de luces de neón y movimientos de cámara mareantes–, Noé renuncia a toda meditación reflexiva sobre los mecanismos de su cine. Lo suyo es la paradoja y el shock, instigados por contradicciones flagrantes (Dalle arguyendo que quemar en la hoguera es “chic”) y otros sensacionalismos (el cadáver en un plató contiguo). El frenesí audiovisual en el que se cobija Noé parece resistirse a toda disección analítica; sin embargo, Lux Æterna revela sus secretos mediante dos recursos fílmicos de primer orden: la pantalla partida y el fuera de campo. Durante la mayor parte del film, la pantalla se divide por la mitad para mostrar una misma realidad desde dos puntos de vista. La razón de ser de estos dualismos se encuentra, en ocasiones, en la diégesis (la grabación de un making of de la película dentro de la película); otras veces, parece tener su origen en la incontinencia audiovisual de Noé. La pantalla partida se vuelve así redundante, un doble de sí misma, un proceso de mitosis que se ve aún más enrarecido por la omnipresencia de ciertas formas de la realización televisiva, especialmente del talk-show. Cuando, puntualmente, las dos mitades del cuadro toman sendas divergentes, la cámara persigue a los personajes en unos travellings cochambrosos que remiten a los planos que acompañan a los invitados en los reality shows.

Surge entonces la cuestión del fuera de campo. Situada entre la fijación redundante y la inmanencia de la imagen televisada, ¿queda lugar en Lux Æterna para algún tipo de fuera de campo? Sobre el papel, las dobles perspectivas sobre un mismo objeto o cuerpo podrían incrementar la presencia del off visual –a través del efecto voyeur–, pero en manos de Noé el recurso pierde toda función narrativa transparente. Si, tradicionalmente, el fuera de campo respondía a la evocación de lo irrepresentable (desde asesinatos terroríficos hasta el toque Lubitsch), Noé lo reduce a un absurdo carente de sentido. En un pasaje revelador, el personaje de Abbey Lee (secundaria top-less y único contrapunto amable entre el caos en el set) pregunta alarmada a los técnicos de vestuario por qué hay “un tío sentado en el sofá” observando como se cambia, sin que la cámara –completamente libre y errática– se detenga un solo momento a encuadrarlo. El fuera de campo es anunciado, pero no se digna a aparecer. Inmediatamente después, de la ventana trasera de la sala del vestuario, emerge de improviso el responsable del making of con una cámara, grabando a la chica. En un mundo caótico, el fuera de campo se convierte en una tierra de nadie.

Hay otra “verdad capital” que debe tenerse en cuenta a la hora de hablar de Lux Æterna: las imágenes que se nos aparecen en pantalla son rotundamente indomables. La película es esquiva, rehuye al espectador en su devenir escapista e ilegible. Noé orquesta toda la resolución de los acontecimientos bajo un parpadeo estroboscópico y mareante. Así, la imagen se nos muestra y se nos oculta a gran velocidad, fragmentando el movimiento y negando toda inteligibilidad de los cortes de montaje (¿en qué parpadeo ha cambiado el plano?). Pausar la película supone una apuesta al 50%: en el fotograma congelado, ¿encontraremos figura o vacío? El microanálisis, plano por plano, pierde todo sentido, más aún cuando la mayoría de las escenas están compuestas por una parrilla de cuadros en perpetua mutación. Lux Æterna debe ser vista a la godardiana velocidad de los 24 fotogramas por segundo. La gran hipótesis del film es que cine puede ser un río de imágenes imparable, unos rápidos en lugar de un estanque por el que navegar ordenadamente.

Por su parte, el uso del lettering (los anchos márgenes negros alrededor de los planos) tendrá importantes consecuencias en nuestra percepción del universo que recrea la película. El visible empequeñecimiento de los encuadres cuestiona la idea de pantalla como ventana, como prolongación de la realidad. Se libra una batalla entre el negro del lettering y el rectángulo de luz interior; una guerra cuya principal víctima será la propia noción de realismo. La paradoja surge aquí cuando advertimos que, en los títulos de crédito, Noé reconoce como “Inspiración” a maestros del cine de lo real como Godard, Pasolini o Herzog. También Buñuel y Dreyer figuran como acompañantes del responsable de la “Intuición” y “Ejecución” de Lux Æterna: Noé, claro. Bajo la ley mayúscula instaurada por los grandes maestros del cine (canon, tradición, fundamentos), el director de Enter the Void se reivindica como el ciné-fils inflexible y epatante.

Puede que Noé confirme su hipótesis inicial (“solo a través del dolor puede alcanzarse la trascendencia”). Sin embargo, albergo dudas sobre si la expresión de Charlotte Gainsbourg atada en el poste, prácticamente al final de la película, está destinada a resonar como heredera directa del “horror puro” que buscaba Dreyer en Dies irae. Por el desmayo de su postura, puede intuirse una conquista de lo inefable, aunque también es posible entrever lo contrario. El rostro, enmarcado en un primer plano, queda ensombrecido por la sobrecarga de flashes cromáticos y deja espacio para la elucubración. En el último plano de la película, un travelling de alejamiento nos niega la posibilidad de desentrañar la situación emocional de la mujer. El director de fotografía del film dentro del film, el doble de Noé, ordena a Gainsbourg que le mire “a él o a Dios”: solo Dios y la cámara tendrán acceso a su intimidad. Siendo Gaspar Noé un ateo empedernido, nos queda el cine como testimonio privilegiado del caos que se engendra en su seno.

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