Europa es una noción, una idea. Es cultura y, como tal, debe ir de la mano del humanismo, insiste uno de los comensales de la cena que cierra la larga jornada en la que se instala Malmkrog de Cristi Puiu. Si en Sieranevada, la anterior película del cineasta rumano, un angosto apartamento acogía a una serie de personajes que departían en torno al terrorismo islámico, el régimen de Ceausescu y las más diversas cuestiones relativas a la Historia y la actualidad, en Malmkrog, el escenario vuelve a perfilar una cierta reclusión, aunque ahora el espacio es más amplio. En un gran caserón sobre las faldas nevadas de una montaña, tres mujeres y dos hombres de clase alta charlan sin cesar sobre el bien y el mal, la guerra, Dios, Europa… Puiu se apoya en los textos del filósofo Vladímir Soloviov para enarbolar una cinta que rebasa las tres horas y sitúa la palabra en un lugar central de la representación. En el primero de los seis capítulos que conforman el film, una de las mujeres lee una carta escrita por un general que se muestra convencido de haber hecho el bien tras aniquilar a sus enemigos, pues estos, se justifica, eran unos bárbaros. Puiu filma la lectura de la carta con un plano general, en el que por momentos la mujer que transmite el discurso queda escondida, en fuera de campo. Presencias y desapariciones de una película que, marcada por un aura de impureza teatral, se asienta sobre los cimientos de la modernidad fílmica.

En Sieranevada, la cámara se movía por la estrechura del espacio escénico a lo largo de casi tres horas. El dispositivo era de una complejidad enorme, pues los largos planos obligaban a la cámara y los actores a medir cada movimiento. En Malmkrog, hay de nuevo momentos coreográficos, en los que el músculo teórico de los diálogo se desparrama mientras los personajes se desplazan por las estancias. Sin embargo, el vaivén entre planos y contraplanos se apodera de algunos tramos del film, en los que los personajes discuten y confrontan sus ideas mientras no dejan de interpelar a Olga, la más joven y devota del grupo. ¿Podemos separar la razón de la conciencia?, se pregunta Olga. ¿Cómo sabemos que aquel al que obedecemos es bueno? El verbo ocupa un lugar privilegiado, pero no se trata de una cháchara banal, sino de discursos elocuentes, grandilocuentes. De fondo, resuena otra disyuntiva, la que se debate entre lo que se dice y lo que se calla, o entre lo que, en cine, se explicita mediante el diálogo y lo que se articula a través de la imagen. El estudio del lenguaje es, de hecho, una constante en el nuevo cine rumano, ya sea el idioma silbado de La gomera o la dialéctica de las normas del deporte en Infinite Football, ambas de Corneliu Porumboiu, además del tono declamativo de las performances de I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians de Radu Jude, así como el análisis de los registros policiales de Tipografic majuscul, también de Jude.

La aridez y opacidad de Malmkrog no emerge únicamente de los discursos y discusiones que plantean los personajes. Hacia la mitad de la película, un desconcertante estallido de violencia –la misma quizá que los invitados han discutido en el plano teórico al hablar del bien y del mal– rompe la tranquilidad del lugar. Mientras cenan, Olga desaparece momentáneamente. Primero se escuchan unas desorganizadas notas al piano. Luego alguien que corre. Los comensales llaman al servicio con la campanilla, pero nadie llega. Algo ha sucedido. El desconcierto sigue ahí cuando en el siguiente episodio aparecen todos de nuevo, y siguen hablando como si nada, aunque ahora ya es de noche y los personajes han pasado a teorizar sobre la resurrección. El paso del tiempo ha caído sobre ellos. Quizá, tras el desconcertante episodio del estallido de violencia y la puntual desaparición de Olga, la realidad ha cedido a otra cosa y la casa radica ahora en una dimensión fantástica.

A lo largo de 200 minutos, Puiu no solo deja que sus personajes hablen, sino que posa su cámara en los gestos y las acciones de los empleados del caserón, los mismos que desaparecen en el ecuador del relato, y que al principio de la película apenas tienen voz. Puiu se fija en cómo apagan las velas, cómo recogen el mantel, cómo colocan el plato principal y luego el postre. Mientras, entre bocado de carne y cucharada de sorbete de frambuesa, los ricos discuten sobre qué es Europa. Los sirvientes callan y no paran de moverse. Malmkrog se sitúa a finales del siglo XIX, antes de que, ya en el XX, la violencia hiciese tambalear esa Europa de la que tanto hablan los personajes. En La regla del juego de Jean Renoir, en el espacio de un caserón, un grupo de burgueses y sus sirvientes jugaban hasta que la violencia se colaba como un presagio de lo que estaba por llegar en Europa. La película de Puiu también plantea el principio de una desintegración, del continente, de la humanidad, pero también de una clase ensimismada. Hacia el final, entre disertaciones sobre la resurrección, sus personajes parecen fantasmas de un tiempo pasado, como “los muertos” a los que se referían James Joyce y John Huston en Dublineses/The Dead, otra pieza de cámara sobre las clases altas y el crepúsculo vital.