A principios de la década pasada, un joven cineasta de Arkansas llamado David Gordon Green se ganó merecidamente ser considerado “el nuevo (Terrence) Malick” gracias a dos exploraciones del imaginario de la América profunda tituladas George Washington y All the Real Girls. La cinefilia celebraba el nacimiento de un cineasta heterodoxo, que sabía enrarecer la realidad para revelar su esencia anímica y política. Años después, ese mismo auteur sorprendería a propios y extraños subiéndose al carro de la Nueva Comedia Americana con la torrencial, volátil y excelente Superfumados. Ya acostumbrados a los quiebros de cintura autorales, los seguidores de Gordon Green (entre los que me encuentro) no se han mostrado sorprendidos, aunque sí algo decepcionados, por el último giro de su carrera, que ha conducido al director de Undertow hacia el drama indie de coordenadas intimistas: Prince Avalanche y Joe. Lo cierto es que resulta cada vez más difícil identificar una sensibilidad particular en la obra de Gordon Green. Su atención sigue puesta en los márgenes de la sociedad, en los olvidados, pero su interés por explorar otros márgenes, los del lenguaje cinematográfico, se ha ido debilitando, cuando no pervirtiendo.

Señor Manglehorn, como ya lo era Joe, es una obra construida para el lucimiento de una gran estrella de Hollywood venida a menos. Después de domar el impulsivo histrionismo de Nicolas Cage, Gordon Green se propone el más difícil todavía: contener el temperamento volcánico de Al Pacino, que vuelve a exhibir su decadencia física después del grotesco festival de La sombra del actor. Apaciguado por la crónica introversión de su personaje, Pacino deja huella en la piel de Manglehorn, un viejo cerrajero que ha convertido el recuerdo de un amor de juventud en un muro alienante, una barrera que le mantiene protegido de un mundo gris –los suburbios de Austin, en Texas– en el que se siente un extraño más. El director de Snow Angels se acerca al protagonista a través de una puesta en escena que, por una parte, da margen de maniobra al show de un Pacino crepuscular, mientras que, en paralelo, emplea una batería de efectismos –montajes entrecortados, cámaras lentas, uso de filtros de colores– para ilustrar el progresivo colapso interior del personaje. En la primeras películas de Gordon Green, esta concepción artificiosa de la forma servía para propulsar diversas transgresiones narrativas: sus películas se debían al misterio. Señor Manglehorn, con su esquemático relato y sus metáforas evidentes, parece deberse a la norma.

En ciertos momentos, los mejores de la película, Señor Manglehorn evoca el imaginario de Umberto D, el gran film neorrealista de Vittorio de Sica, sobre todo por la entrañable relación que entabla el personaje de Pacino con su gata. Sin embargo, pese a tener varias oportunidades para redimir al protagonista y abrazar una cierta ternura, la película termina alejándose del humanismo por culpa de un regodeo algo cruel en la miseria del protagonista.