En la magistral Ensayo de un crimen, también conocida como La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, Luis Buñuel construía una fábula macabra sobre un hombre que, para su gozo y desdicha, veía cómo sus anhelos homicidas, particularmente centrados en figuras femeninas, se hacían realidad de manera fortuita. El azar se encargaba de empoderar a Archibaldo con una fuerza maligna sobrenatural, una pulsión destructora, y a la vez siniestramente creativa, que se expresaba a través de la fascinación morbosa por el asesinato. En la escena más memorable del film, el protagonista, interpretado con florida sorna por el mexicano Ernesto Alonso, se deleitaba calcinando el cuerpo de un maniquí al que había maquillado y vestido a imagen y semejanza de una de sus víctimas. Este ímpetu transgresor, singularmente buñueliano, siempre ha vibrado con fuerza en el imaginario de Carlos Vermut, pero nunca lo había hecho con la intensidad que se manifiesta en Mantícora, que paradójicamente es la obra del cineasta madrileño más desinteresada por la idea del humor negro.

El peso de la culpa sobre la conciencia humana ha sido el germen primordial de un amplio abanico de grandes creaciones, desde el film de Buñuel –quien empleaba la imaginaria carrera psicótica de Archibaldo para poner contra las cuerdas el orden social– hasta la literatura de Fiódor Dostoyevski, cuyos espesos estudios del tormento humano resuenan en Mantícora, un gran paso adelante en la obra del director de Magical Girl. De hecho, la contundencia con la que Vermut reniega de todo aspaviento estético y apuesta por una narrativa alejada de la carambola estructural invita a sentir muy lejanos los tiempos en los que el autor de Diamond Flash se recreaba en la idea del rompecabezas fílmico, a la estela de Quentin Tarantino. En todo caso, Vermut sigue siendo Vermut, y en Mantícora –una lúcida y brutal exploración de la idea de la monstruosidad– las sacudidas del azar siguen repartiendo mucho dolor y gloria. Es un incendio doméstico el que empuja al protagonista (un reptiliano y melancólico Nacho Sánchez) a romper la puerta de sus inclinaciones pedófilas; una muerte sobrevenida afianza la relectura que propone el film de la historia de amor entre una bestia y una bella (Zoe Stein, un pot petit capaz de encapsular toda la virtud y la joie de vivre); y es un inesperado problema laboral el que propulsara el relato hacia un laberinto de pasiones situado entre tinieblas.

Lynch tenía 53 años cuando sorprendió a propios y extraños con Una historia verdadera, una película que revestía de ternura y clasicismo el perenne interés del cineasta de Missoula por la vida en los márgenes. Vermut, a sus 42 años, ofrece con Mantícora una prematura obra de madurez. Allí donde antes imperaba la excentricidad, ahora solo queda el genuino interés por el sufrimiento de sus personajes; allí donde podía detectarse un cierto carácter exhibicionista en la escritura, ahora solo queda puro esqueleto, pura esencia. En su tramo central, Mantícora puede parecer que deambule de forma dubitativa por el acercamiento entre sus dos protagonistas, ¿pero cuánto tiempo y esfuerzo son necesarios para dejar atrás los demonios interiores y entregarse a la luz de los afectos? Además, a esta lógica psicológica cabe sumar el buen partido que saca Vermut a los espacios diáfanos y las calles vacías, por las que los personajes pasean como almas en pena salidas de un drama existencial de Michelangelo Antonioni o de una parábola apocalíptica de Kiyoshi Kurosawa. De hecho, el vacío deviene la fuerza motora del film, enquistándose en la lacerante soledad de los personajes y dando pie a grandes hallazgos visuales. Cuando el protagonista, un diseñador de terroríficos personajes de videojuego, decide entregarse al onanismo frente a la recreación digital de su infantil objeto de deseo, la cámara de Vermut busca en el espacio real la huella de la figura virtual, un vacío en el que no hay cabida para el placer, todo es suplicio.

Cuando Vermut decide llevar a su pareja protagonista hasta la sala de las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado, el cineasta parece renunciar definitivamente a su cetro de rey del cine low cost y a su condición de héroe de la contracultura. Poco importa. A la hora de la verdad, lo relevante es hasta donde está dispuesto a llegar un artista en su itinerario personal. En Mantícora, esos lugares de descubrimiento toman forma, curiosa y reveladoramente, mucho más cerca de la puesta en escena que del guion, que siempre había sido el fuerte de Vermut. Abocado al pozo de la culpa y la incomprensión, expuesto a un castigo real por sus crímenes del futuro, el protagonista se arrastra por el interior de un deslumbrante plano prolongado, atravesando un resplandor venido de la pintura de Vermeer para acabar retorcido en la penumbra. El trabajo de Vermut con la dimensión física de su cine nunca había fulgurado con tanto vigor como en los ataques de ansiedad que sufre su hombre-bestia, así como en las inquietantes recreaciones de la pietà que coronan la recta final de Mantícora. Una conclusión que dejó en estado de shock a este crítico, que no recuerda un gesto de compasión similar (por parte de un cineasta para con uno de sus personajes) desde la atrevida clausura de Elle de Paul Verhoeven. Vermut reemplaza la pregunta de “¿quién puede matar a un niño?” por la de “¿quién osa matar a un monstruo?”.