Una de las imágenes que más impacto causó en la edición de la Berlinale de 2019 fue la de Frank Beauvais presentando su nuevo trabajo, No creas que voy a gritar. La conmoción reinó cuando el director subió al escenario para enfrentarse a una ronda de preguntas y respuestas con el público del Kino Arsenal. Su aspecto, visiblemente demacrado, unido a las sensaciones que había despertado su película, provocaron una preocupación sin visos de curación. El hombre ahí plantado, más que delgado, estaba consumido. Pero lo más grave es que su aspecto físico, ciertamente deplorable, parecía ser la conclusión lógica de uno de los discursos más devastadores que seguramente nos haya dado el cine en los últimos años.

No creas que voy a gritar es un video-diario personal comprendido entre abril y octubre de 2016. Medio año aproximado en el que el mundo del autor pareció dirigirse hacia el mismísimo Apocalipsis. Instalado en Alsacia –muy lejos de su hábitat natural, París–, Beauvais tuvo que enfrentarse a la ruptura con su pareja sentimental, a la inminente muerte de su padre, a la de Prince, a un cambio de hogar forzoso y, por supuesto, a una Francia en estado de pánico tras los ataques terroristas perpetrados tanto en su capital como en Niza. En este periodo, todos los estímulos del exterior (espantosos, terribles) percutían violentamente en un interior ya de por sí atormentado. Un frente chocó contra otro y creó vientos huracanados que cristalizaron (y ahí está el mayor encanto de la propuesta) en 400 películas que se convirtieron en unidad de medida de tiempo y de estado emocional. 400 sesiones en las que Beauvais se protegió del dolor… y lo alimentó. Para capear el temporal, el hombre huyó a una velocidad aproximada de cuatro cintas al día, convirtiendo las pantallas de su televisor y ordenador en una ventana de escape que, al final, se confirmó como espejo. El cine al servicio del autor como herramienta auto-fustigadora, como refugio y como prisión.

Como resultado de tanta destrucción, se creó una película… compuesta por otras películas. Ne croyez surtout pas que je hurle se construye a partir de micro-clips correspondientes a aquellas 400 experiencias fílmicas. Recordemos que el año pasado Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson estrenaron The Green Fog, video-collage de films ambientados en San Francisco cuya suma debía recordarnos la herencia imperecedera del Vértigo de Alfred Hitchcock. Ese mismo año, Johann Lurff nos hizo soñar con ★, estelar compilación de prácticamente todos los momentos en los que el séptimo arte se maravilló ante la gran bóveda celeste, encendida con sus infinitas luces. Ejemplos recientes de propuestas que, al igual que la que nos ocupa ahora, se concibieron y ejecutaron en la sala de montaje, sin necesidad de cámara alguna. Aunque el título que guarda un mayor parentesco con Ne croyez surtout… sería Stand By for Tape Back-up, donde Ross Sutherland solapaba en una vieja cinta VHS grabaciones de El Príncipe de Bel-Air o Tiburón (entre otras muchas), resucitando recuerdos propios y desajustándolos (cosas del tracking) para hablar de nuestros deformados modos de vida.

Como apunta el título de la película, la voz (en off) de su autor, omnipresente en todo el relato, no sobrepasa nunca los niveles más sensatos de decibelios, aunque su discurso se desgañita. El cielo os pertenece, de Jean Grémillon, sirve para despedir a una figura paterna despreciable, pero inevitablemente entrañable. Y aún faltan 399 películas. Con el tono abatido pero lúcido de Josh Fox y el sentido poético (entre humanista y misántropo) de Don Hertzfeldt, Beauvois da con un texto digno del Mariano Llinás más inspirado. Un grito fílmico de formas literarias. Los actores son películas, y las imágenes (en las que, para mayor reclusión, apenas se muestra un rostro humano) se seleccionan según su sentido literal y espiritual. Beauvois viajó de la luz a la oscuridad. Entre un punto y el otro, fue repitiendo, como los jóvenes de El odio, aquello de que “de momento, todo va bien”. Y con ello, nos hizo entender que todo estaba mal. En Alsacia, en París, en Niza, en el Mediterráneo… plasmó un drama personal que, en realidad, era depresión colectiva: el espíritu malherido de nuestro tiempo.