Después de pintar, en viaje al pasado, el Retrato de una mujer en llamas, la francesa Céline Sciamma vuelve, con Petite maman, a un presente inevitablemente tocado por el drama. Estamos en el seno de la ficción cinematográfica, pero sus raíces se hunden en una tierra muy real. El relato nos sitúa en lo que antes conocíamos, simplemente, como una residencia para gente de la tercera edad, y que ahora, por desgracia, marcamos como uno de los epicentros de la pandemia del coronavirus. Nelly, una niña de ocho años, completa un crucigrama junto a la que parece ser su abuela, aunque en verdad no lo es. Tras dar con un par de palabras que se resistían, la cría cae en la cuenta de que ha llegado la hora de marchar, así que se despide de la anciana. Pero no solo de ella. Entra en la habitación de al lado y dice adiós a su residente, y justo después hace lo mismo con la del siguiente dormitorio. Gente a la que no conoce, pero con la que se siente vinculada, en parte, por el proceso por el que está pasando. La empatía funciona así: no solo como esa energía que recibimos de aquellos que nos rodean, sino también algo que podemos volcar sobre los demás.

El caso es que la chiquilla está en la residencia porque la madre de su madre ha fallecido. La tristeza que experimenta se debe no solo al sentimiento de pérdida, sino también a una espina clavada que la ha dejado malherida: siente que no se despidió como debía. Y ahí está, repitiendo una y otra vez esa frase que no pudo hacer llegar. Sin seguramente ser consciente de ello, Nelly ha decidido encerrarse, durante unos breves instantes, en un bucle sanador. Porque cada uno lleva el luto como sabe, como puede. En comparación con los últimos trabajos de Sciamma (y más aún si nos detenemos a analizar el recorrido que estaba trazando su filmografía), Petite maman podría aparecer, de primeras, como un paso inesperado en su carrera, una vuelta al minimalismo de, por ejemplo, Tomboy. Una película “pequeña” para una autora que estaba creciendo a pasos agigantados. O, quizá, lo visto en su anterior largometraje fue la plenitud de una cineasta que ya no requiere de grandes gestas para probar su valía. Petite maman es tan “minúscula” como una niña en medio de un bosque: la pequeñez hecha misterio, belleza, virtud.

Sciamma está en ese punto en el que el cine, en sus manos, parece un juego de niños. Y así se comporta la película durante buena parte de su metraje, como esa criatura primeriza que, como tal, se siente irresistiblemente atraída por la aventura, por explorar y descubrir, y que con todo esto aprende a relacionarse con el mundo, con las sensaciones y las emociones que este le propone. Como ya sucediera recientemente con Damien Manivel (El viaje de Takara), Stéphane Demoustier (Cléo & Paul) o Guillaume Brac (La isla del tesoro, película que además comparte un increíble escenario con la que ahora nos ocupa), la cámara y la narrativa imitan al objeto de estudio, y se contagian de su curiosidad. Después de haber estado escuchando un cuento de buenas noches, la pantalla muestra el rincón de un dormitorio. Las luces están apagadas y el suelo es invadido por las sombras que proyecta un árbol. Esto, sumado al fuerte viento que sopla, sugestiona nuestra percepción, que al igual que la de Nelly teme que un terrible monstruo vaya a manifestarse ahí mismo.

Lo que Nelly ve, oye y siente, nosotros lo experimentamos de igual forma. El cine retratista de Sciamma, quien disfruta enmarcando rostros y captando gestos humanos, suma a sus ya conocidas habilidades un gusto por la fuga fantástica que acaba de dar sentido a los primeros elementos de la ecuación. Ahora el principal referente parece ser Mi vecino Totoro, insuperable clásico de Hayao Miyazaki en el que las jóvenes protagonistas, lejos de la mirada de los adultos, se adentraban en ese reino que solo ellas (y nosotros, a través de sus ojos) podían experimentar. Aquí, Nelly se pierde por un bosque y ahí conoce a Marion, y cuando ambas vuelven al punto de inicio, la primera no acaba de ubicarse. Los lugares que visita y las personas con las que trata se mezclan en su memoria, y cuándo intenta recordar qué es qué y quién es quién cae en la cuenta de que lo que tiene que hacer no es poner orden en sus recuerdos, sino agudizar los sentidos, pero sobre todo dejarse llevar. Sciamma funde espacio y tiempo a través de un montaje en el que parece que no exista la transición entre escenas: el presente y el pasado; lo posible y lo imposible están en la misma habitación, y madre e hija comparten cama, pero en condición de amigas, o tal vez de hermanas. De almas gemelas, seguro. Juntas, son imparables: si se lo proponen, pueden quedarse suspendidas en aquel momento de felicidad absoluta, o aprovechar esa segunda opción que el destino, en un principio, les había negado.