La pesadilla de la destrucción de la cultura, la persecución xenófoba o el permanente estado de guerra son las tres experiencias traumáticas denunciadas en el testamento cinematográfico de Aleksey German, director del antiheroísmo soviético por antonomasia. Pese a su escueta filmografía compuesta por seis únicos títulos –una austeridad creativa más extrema que la de Andrei Tarkovksy–, German siempre criticó el régimen comunista de su país, una recriminación que expuso en todos sus largometrajes mediante la caracterización antiheróica de sus personajes. Esta determinación que alcanzó su cúspide con Mi amigo Iván Capshin –fábula insólita de 1984 sobre un joven de la Chequia estalinista– resultó una inconcebible osadía dentro del cine de la URSS.

Por su parte, su obra póstuma de ciencia ficción Qué difícil es ser un dios parece un satélite orbitando alrededor del conjunto de su obra. La película mantiene la perseverante crítica antisoviética del autor, pero ésta se sustenta en una atmósfera y no en la personalidad alegórica de sus protagonistas como de costumbre. De este modo, el último largometraje de German deviene tarkovskiano –en el sentido de la metafórica abstracción escénica–, creando un futuro sin rumbo al modo de Solaris o Stalker.

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Qué difícil es ser un dios nace de la obsesión del cineasta con su texto original. Desde la fecha de publicación en 1968, German quiso llevar a la gran pantalla la novela homónima de los hermanos Arkadiy y Boris Strugatskiy, fuente de inspiración de otros films, como la ya citada Stalker o Días de eclipse de Alexandr Sokurov. Tras tres décadas de tentativas fallidas, el cineasta ruso empezó el rodaje definitivo en el año 2000, desconociendo que duraría trece años dado el carácter abominable e hiperrealista de la propuesta que tenía en mente, y que no pudo ver finalizada a causa de su muerte prematura. Su mujer y guionista Svetlana Karmalita, junto con su hijo Aleksey German Jr. –recientemente galardonado en la Berlinale por el lúcido homenaje a su padre en Under Electric Clouds (2015)– fueron los encargados de ultimar esta dantesca y milagrosa epopeya de casi tres horas que se dispone a abarcar la oscuridad del alma humana en cada uno de sus planos.

La brillante obertura de Qué difícil es ser un dios ofrece una panorámica en vista de pájaro, plano en el que se aprecia la recreación de una lodosa plaza pública de época medieval. El barro empieza a diluirse en cuanto una pesada cortina de agua cae, cual tifón, sobre las cabezas y el suelo séptico. De repente, una aplacada voz en off masculina se impone al sonido de la lluvia y contextualiza el lugar de la trama. Sus primeras palabras aclaran que, aunque parezca un escenario del temprano Renacimiento, los exteriores pertenecen a otro planeta similar a la Tierra. Si el Medievo representaba el sombrío paso intermedio de una etapa ilustrada a otra, en Arkanar (la capital de este supuesto astro) se está llevando a cabo un proceso de involución que sumerge a la población en un periodo aún más tenebrista que la auténtica Edad Medieval. Por decreto del tirano Don Reba (Aleksandr Chutko), la Universidad ha sido destruida y los sabios, lectores y artistas son ejecutados públicamente a diario. Igual que en Fahrenheit 451, la erudición es motivo de condena, y como en la reciente Crumbs, ópera prima también distópica de Miguel Llansó, la alta cultura ha desaparecido, dando paso al endiosamiento de lo banal.

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No obstante, el proceso de divinización que realizan los ignorantes habitantes de Arkanar en Qué difícil es ser un dios va por otro camino. Siguiendo las acotaciones que pregona la anónima voz rusa del prólogo, se nos informa de la pretérita llegada de unos científicos terrícolas a Arkanar. El motivo de dicha toma de tierra es entregar a los extraterrestres las herramientas que les conducirían al progreso. Pero, al descontrolarse la situación, el comandante de la expedición, Don Rumata (Leonid Yarmolnik), ha optado por la política de la no-intervención. Asimismo, el capitán no sólo desobedece el propósito de la misión de rescate, sino que finge ser un dios pagano para que los iletrados marcianos lo traten con la misma preferencia que a Don Reba, proclamándose su archienemigo oficial.

A diferencia de la primera adaptación cinematográfica El poder de un Dios, realizada en 1990 en Alemania Occidental, el último trabajo de German no proyecta en imágenes el carácter intergaláctico de la ficción original. El uso de la voz en off en el epílogo revela la voluntad del director de omitir la representación de los hechos que pertenecen al cine de género, centrando el argumento en la atípica, sanguinaria y grotesca cotidianidad del falso dios. Durante 177 minutos de metraje, la cámara se incrusta en la piel del protagonista mientras se dirige hacia la nada. Se trata de una adherencia enfermizamente literal puesto que en varias tomas el dispositivo llega a chocarse contra la armadura del caballero.

A través de una escatológica puesta en escena pasoliniana, estilizada a base de celestiales claroscuros, el autor crea un violento y grotesco macrocosmos, donde la niebla, la lluvia, y el barro se mezclan con las heces, la sangre y los demás fluidos corporales en todos los fotogramas, rindiendo homenaje al tópico artístico del horror vacui. En otras palabras, Qué difícil es ser un dios, o el evangelio según Don Rumata, es un litúrgico tratado nihilista sobre la putrefacción del alma humana y el triunfo el barbarismo.