Con apuntes de Manu Yáñez.

Sophia Antipolis, el nuevo trabajo de Virgil Vernier (autor de la hipnótica Mercuriales), deja entrever su bendita locura en su primer cambio de escenario. La acción se presenta confinada entre las estrechas paredes de la consulta de un cirujano plástico, pero al cuarto corte respiramos las brisas mediterráneas de la Côte d’Azur. Ahí una joven viuda de origen vietnamita está a punto de recibir la visita de una chica que, al poco rato, le propone tomar parte en una serie de sesiones de hipnosis en grupo. Y así queda el espectador, abducido por el imprevisible devenir de los sucesos montados por Vernier, que perfilan un aparente festín de asociaciones libres. Hay en Sophia Antipolis una tensión dialéctica permanente entre lo superficial y lo subterráneo, entre las lustrosas apariencias y la cruda realidad del mundo contemporáneo. La cámara de Vernier observa los asépticos escenarios y las figuras zombificadas del film desde un lugar intermedio entre el asombro y el desconcierto. Se diría incluso que la película parece filmada por un extraterrestre encandilado por la arquitectura postiza y las luces de neón de nuestra sociedad de consumo, un visitante que procura inútilmente comprender la nebulosa melancólica en la que languidecen los personajes de Sophia Antipolis.

Un arranque de corte metalingüístico –donde la película parece buscar a su actriz protagonista– nos lleva hasta una adolescente que quiere operarse los pechos. Todo parece conducirnos hacia un estudio del vacío existencial de corte burgués (Michelangelo Antonioni filtrado por las piruetas metanarrativas de Apichatpong Weerasethakul). Sin embargo, sin saber muy bien cómo, de repente nos descubrimos resiguiendo la andadas de unos jóvenes vigilantes negros que deciden incorporarse a una patrulla de vecinos, unos nuevos “justicieros de la noche”. La imposibilidad de identificar con claridad ningún vínculo de causa-consecuencia revela la negativa de Vernier a juzgar a sus personajes. Cuando la sociedad muestra su verdadera cara –a través de los actos fascistoides de una turba LePenizada; o en un crimen brutal amparado por la indigencia de la víctima–, los antihéroes de Vernier echan a correr o devienen figuras errantes, desprotegidas, perdidas en una Francia y una Europa incapaces de reconocer las heridas supurantes de su pasado colonial.

La narración de Sophia Antipolis se mueve por contagio, atenta a la transmisión vírico-conceptual de una soledad crónica. Los paseantes a la deriva de Vernier podrían ser primos hermanos de los acongojados supervivientes de las películas de Jia Zhang-ke: testimonios alelados y trágicos de un mundo en demolición espiritual. En un gesto que los cinéfilos pueden reconocer como una ironía punzante, Sophia Antipolis va avanzando hacia una suerte de Apocalipsis con epicentro en… Cannes. Con ánimo heterodoxo, las alusivas reflexiones del film surgen como los fantasmas aborígenes del Warwick Thornton de The Darkside, mientras que un halo de violencia hanekiana (al más puro estilo de 71 fragmentos de una cronología del azar) invade cada mirada, cada frase, cada interacción. Al final, lo que queda es un rompecabezas para perder la cabeza, lleno de agujeros a través de los cuales se filtra la luz de un sol abrasador, bajo el cual arde un pacto social en busca de cualquier excusa para degenerar en sangre.

Proyecciones de Sophia Antipolis en Cineteca (Madrid)