Víctor Esquirol (Festival Punto de Vista)
La desolación en tiempos de pandemia se explica, en parte, por lo menguado que ha quedado ese gran circo donde, por lo menos una vez a la semana, algunos volcábamos nuestros más fervientes anhelos, miedos y frustraciones. La vida sin fútbol, no me cabe duda, es mucho peor… y con el fútbol que nos ha quedado, es lo de ahora: una depresión. Porque el balón sigue rodando, pero ya no lo hace con esa gloriosa banda sonora de cánticos y gritos propinados por la afición. En este sentido, cabe preguntarse, ¿tiene sentido disputar un partido en Anfield, el mítico estadio del Liverpool, sin la liturgia previa del canto a capella del You’ll Never Walk Alone? Valga como respuesta el insoportable silencio que lleva meses (una eternidad y media) instalado en The Kop, esa gradería interminable, leyenda arquitectónica del deporte rey, que ahora mismo solo se llena mediante la intervención tecnológica. La depresión se convierte en bochorno cuando algunas retransmisiones televisivas deciden insertar falsos aficionados en sus asientos de manera digital: borrones de colores, groseras reproducciones humanoides que ocupan las butacas del estadio con el teórico propósito de maquillar el sinsentido. En la temporada de la asistencia virtual a los campos de fútbol, estremece especialmente ver el nuevo trabajo de Nicolas Gourault, presentado en la Sección Oficial de Punto de Vista.
El título This Means More hace referencia a un lema con el que los implacables gurús del marketing han intentado sintetizar el sentimiento de pertenencia a la familia “Red” (el equivalente malévolo del histórico “Més que un club” culé). Se trata de un cortometraje que, en poco más de veinte minutos, se sirve de los más modernos y sofisticados métodos de simulación para tratar de averiguar, entre otras cosas, dónde demonios ha ido a parar el alma de uno de los mayores espectáculos del mundo, en una jugada que remite al cortometraje Subject to Review de Theo Anthony (aunque esta última se fijaba en el tenis y el ahora imprescindible “Ojo de halcón”). Un vídeo de archivo nos muestra, en ensoñador blanco y negro, una marea humana que se mueve y ondula como un campo de trigo mecido por el viento. Una legión de aficionados entona el She Loves You de los Beattles hasta que después del tercer “Yeah!” el tiempo se detiene. La imagen se congela y un zoom incisivo intenta detenerse en cada rostro. La cámara de antaño muta en una suerte de inteligencia artificial que observa y escudriña en cada figura humana para luego clonarla en el reino de lo virtual. Ahora estamos en un espacio vacío, desolador: la gradería de un estadio renderizada por ordenador. Ahora una voz en off nos lleva a Sheffield, a ese funesto 15 de abril de 1989 en el que un partido de la Copa de Inglaterra que debía enfrentar al Liverpool con el Nottingham Forest se saldó con 96 fallecidos y 766 heridos.
A esto hoy lo conocemos como la “Tragedia de Hillsborough”. La culpa fue de los hooligans, se dijo en un principio, aunque una comisión de investigación independiente determinó, más de dos décadas después, que esta debería haberse adjudicado a la actuación negligente de los cuerpos policiales. Aunque también debe señalarse lo evidente, es decir, que la disposición de los elementos estructurales de dicha grada jamás estuvieron libres de sospecha. Volvemos al mundo concebido por la máquina, hecho a imagen y semejanza de aquella terrible jaula convertida, por pura aglomeración, en una asfixiante trampa mortal. La escena se repite, en simulación: un maniquí animado entra en escena y se asegura un puesto cerca del césped. Y luego otro, y luego diez más, y luego otra docena, y cuando parece que ya no cabe nadie más sigue entrando “gente”… hasta que la acumulación de polígonos sobre-calienta la simulación. Empiezan a sucederse los errores: un desplazamiento imposible por parte de un aficionado virtual se contagia al de al lado, y así sucesivamente. El bug se reproduce aquí y allá, el frame rate desciende en picado, y así la farsa digital acaba figurando un escalofriante reflejo de un mundo, el nuestro, en el que las personas mueren aplastadas. Sin una realidad que respalde a la imagen-simulacro, la causa de la debacle representacional solo puede estar provocada por la tendencia al error en el sistema.
En tiempos de mascarillas y distancia interpersonal, al romanticismo del fútbol no le ha quedado otra que refugiarse y malvivir en las zonas muertas de la virtualidad. Tiene sentido, habida cuenta del espíritu corrupto de un negocio (Nicolas Gourault no se cansa de señalar la verdadera naturaleza de su objeto de estudio) al que, llegados a este punto, le da lo mismo ser deporte que videojuego. No es la primera vez que ocurre. El CGI deviene aquí la burda repetición de una Historia en la que cada accidente es visto como el vacío (legal, moral) por el que la despiadada lógica capitalista filtra el enésimo pase de gol. En This Means More, el factor humano queda prácticamente relegado a la condición de voz carente de rostro, a un lastimero relato nostálgico acallado por el ruido ensordecedor de la industria, de la maquinaria que trabaja incansablemente para satisfacer al gran capital. En la era de Jürgen Klopp, hemos visto vaciarse The Kop (esa atracción turística) y ahora Nicolas Gourault nos deja con el consuelo envenenado de una legión de robots que aprenden a sentarse en su butaca asignada y hacer la ola sin importunarnos con sus asfixias.