En el mejor de los casos, la memoria nos hace conscientes de dónde venimos y nos ayuda a trazar una cierta dirección, una hipótesis de destino. Otras veces, la ignoramos por conveniencia, simulamos el olvido, repetimos errores. Aquellas personas con poca capacidad de retentiva, o que simplemente no tienen nada especial que recordar, viven plácidamente en un presente indoloro que no deja rastro tras de sí. Pero quién arrastra consigo una experiencia excepcional, como la directora de 918 GAU, difícilmente puede escapar de dichos recuerdos. En el caso de Arantza Santesteban, nos referimos al hecho de haber pasado esas 918 noches que dan título a su película encerrada en una prisión, cumpliendo condena. Aunque de eso hace ya más de 14 años, no resulta difícil imaginar cómo una vivencia así marca el resto de una vida.
Santesteban convierte sus recuerdos en la materia prima de su documental, pero 918 GAU no atesora solamente una experiencia particular, sino que contiene un valioso fragmento de la memoria de todo un país. Sin emitir juicios de valor (en esta historia, ya se ha superado ese punto), Santesteban no deja fuera de la ecuación el contexto de su detención y posterior encarcelamiento. Era octubre de 2007 y el juez Baltasar Garzón emitía una fulminante orden de detención para la directora, junto a veintidós compañeros del ya entonces ilegalizado partido político Batasuna. En un momento particularmente tenso, cuando ETA se encontraba dando los últimos y destructivos coletazos, resistiéndose agónicamente a su fin, la justicia fue especialmente dura con aquellos considerados simpatizantes o incluso aliados de la organización terrorista.
Santesteban lo recuerda todo desde un enfoque muy subjetivo, invocando la experiencia a través de su diario y de la revisión de fotos y documentos personales de aquel momento. El escáner y su ritmo hipnótico le sirven para contextualizar e ir construyendo un rompecabezas de lo que fueron aquellos casi tres años de presidio. Una dramática realidad que la cineasta evoca con gran rigor formal, a partir del manejo ejemplar de unos pocos elementos: lecturas, archivos, recreaciones simbólicas. Poco a poco, detalle a detalle, 918 GAU se va configurando como un todo en el que la narración adquiere capas de significado mientras se resigue la cronología de los acontecimientos.
Si hubiese decidido tratar únicamente sus recuerdos del tiempo en prisión, con las historias de sus compañeras, improbables romances y sus propias dudas, Santesteban ya tendría entre manos una pieza con entidad suficiente, pero 918 GAU no se queda ahí, sino que sus planteamientos y su desarrollo trascienden el contexto. Así es como afloran sensaciones y experiencias que muy poco tienen que ver con el idealista mundo de las consignas y las certezas políticas. 918 GAU va más allá de las noches del título para poner sobre la mesa lo que las siguió. En el fondo, este ejercicio de memoria tiene que ver con un deseo de mirar hacia adelante. Cabe destacar un discurso especialmente elocuente que la cineasta extrae de la carta de un amigo, recibida durante el tiempo en prisión. En este pasaje, Santesteban se revela como una militante menos persuasiva o rotunda de lo que se podría esperar. Como dice la misiva, a veces hay que aceptar que no podremos saber si las cebras son blancas con rayas oscuras o viceversa.
Crítica de Mariona Borrull
Planteada como el retrato de unos cuerpos empujados a la estasis en el seno de un mundo en marcha, 918 GAU formula una lúcida crónica de las 918 noches que Arantza Santesteban tuvo que pasar en la cárcel, tras ilegalizarse el partido vasco al que estaba afiliada. Lo que podría ser un viaje metafórico hacia el autodescubrimiento acaba por revelarse como un crisol de contradicciones, sombras que atacan de forma directa a la premisa (del todo maniquea) de que no debe haber espacio para la duda en las convicciones de cualquier representante político, o que la ideología debería limar las aristas propias de la experiencia humana. Dentro de la cárcel, Santesteban se desapega, teme y anhela lo que no debería, siente siempre por encima de sus posibilidades.
Además, la cineasta plasma su viaje emocional en un diario del que lee extractos, en off, sobre fotografías y documentos que marcaron su devenir entre rejas, con un trabajo algo formulaico sobre el material de archivo. Pero pronto 918 GAU se fuga de su propio dispositivo, superponiendo al montaje fragmentos de ficciones que ilustran sin complejos algunos episodios especialmente sensibles de su relato. Son imágenes que se alejan del verismo documental y que se nutren de otras películas con tal de amparar a su narradora, desde un encuentro sexual que remite directamente a aquel bellísimo sexo sin cortes de Je tu il elle de Chantal Akerman hasta la aparición de unos personajes femeninos que, en su deambular nocturno por un bosque, parecen venidos de Le parc de Damien Manivel. En su paseo silencioso, ponen en escena, con una transparencia inusitada, lo productiva que puede resultar la duda. ¿Quiénes son? ¿Qué buscan? El silencio de las imágenes nos libera de la necesidad de poner raíles a la experiencia.