Para aquellos amantes del cine que, a principios del siglo XX, descubrimos todo un mundo de esencias cinéfilas invisibles –silenciadas por la distribución comercial española–, el nombre de Naomi Kawase arrastra una significación particular. Llegamos a sus películas a través de festivales y envíos clandestinos, descubriendo por el camino un universo habitable en el que lo personal –sus documentales autobiográficos– se cruzaba con lo universal: su exploración de las huellas de la ausencia en el territorio de lo visible. Descubrimos también que Kawase poseía un sexto sentido para convertir en materia expresiva el espació vacío, la distancia entre dos personajes. Para ella, el valor de un rostro humano no se imponía jerárquicamente al de la hoja de un árbol o al de un riachuelo: el cine de Kawase, como el de Terrence Malick, celebra la comunión vital y espiritual de todas las cosas; una especie de panteísmo perfilado por los rituales y creencias budistas.

Cabe situar la cima de la carrera de Kawase en Shara, del año 2003, una obra maestra en la que los recursos formales –el primoroso uso del plano secuencia– y las obsesiones temáticas de la directora –la ausencia, la relación del individuo con la naturaleza y la comunidad– confluían en un delicado viaje emocional por las figuras del luto y el despertar del romanticismo. Un monumento poético que alcanzaba su cenit en una memorable escena en la que un aguacero, desatado durante un festival callejero, reunía y reconciliaba a un conjunto de personajes golpeados por la fatalidad. Una escena en la que el interés de Kawase por lo simbólico –el chaparrón como purificación espiritual– se expresaba con igual claridad y misterio.

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Desde aquel maravilloso film, Kawase ha intentado repetir la jugada una y otra vez sin llegar a conseguirlo nunca. En El bosque del luto estuvo cerca, pero la sombra de un lirismo algo forzado, más impuesto sobre el relato que surgido de forma orgánica, empezaba a otear en su horizonte. Películas como Nanayo, de 2008, o Hanezu, de 2011, ofrecían una peligrosa deriva hacia una cierta banalidad.

Convengamos que trabajar en un registro abiertamente lírico tiene sus riesgos: cuando la poesía se vuelve evidente, pierde toda su magia. En Aguas tranquilas, Kawase combate este fantasma a través de su virtuosismo formal y de su habilidad para integrar la fuerza del azar en sus imágenes. Las mejores escenas del film son aquellas en las que un grupo de personajes –dos padres y su joven retoño; un grupo de gente reunida para acompañar a una mujer en sus últimos momentos de vida– expresa sus sentimientos a través de gestos físicos: roces, miradas, pequeños rituales… Sin embargo, incluso en esas escenas, que en otro tiempo la directora hubiese resuelto con gran sutilidad, terminan revelando su sentido a través de las palabras de algún personaje.

Aguas tranquilas conlleva un paso adelante en la trayectoria de la autora de Suzaku, un repunte en su investigación del drama intergeneracional. En los últimos años, parecía que el talento de Kawase había quedado totalmente reservado para sus proyectos documentales, pero Aguas tranquilas nos permite creer en un resurgir, aun cuando el film tiene momentos en los que el arrobo poético bordea el esteticismo vacuo. Hacia el final de la película, la idea de que las aguas tranquilas del título funcionan metafóricamente como un líquido amniótico para los protagonistas se expresa de forma demasiado evidente, demasiado insistente. Como decíamos, es el riesgo que se esconde en los límites del cine de poesía.