El rincón más norteño de Francia, la región de Calais, se ha convertido en una zona de paso que no entiende de cifras pequeñas. Las grandes migraciones humanas de nuestro tiempo se ven obligadas a atravesar una región en la que, irónicamente, parece que nadie se haya movido en siglos. En este escenario, marcado por los rasgos físicos de sus gentes y su confuso dialecto, Bruno Dumont vuelve a la carga con la segunda entrega de una de sus creaciones más celebradas. En 2014 el mundo tuvo el primer contacto con P’tit Quinquin; cuatro años después, descubrimos que el protagonista principal de ese loco mundillo se ha cambiado el nombre. Quinquin es ahora Coincoin, y su nueva misión consiste en combatir la invasión extraterrestre más delirante. Manchas de lodo tiñen de negro las verdes extensiones de la costa atlántica. Para más inri, esta extraña sustancia, literalmente caída del cielo, tiene una composición molecular que desconcierta a las autoridades.

Ni la policía, ni los científicos, ni la Iglesia, ni mucho menos los dirigentes gubernamentales saben qué hacer mientras la misteriosa sustancia se va expandiendo. A todo esto, una nueva formación política que responde al nombre de El Bloque va agitando banderas tricolor y difundiendo un mensaje que irradia hostilidad. A cada secuencia que pasa, los charcos se muestran más violentos, y cuando menos se lo esperan, los habitantes de la región son atacados por ese líquido viscoso. Empieza a concretarse así la invasión de los “cagones” de cuerpos. Como suena y como se imagina. La imagen de un hombre defecándose a sí mismo (o a su clon) es sólo una de las muchas bombas visuales con las que ataca Dumont.

A lo largo de casi cuatro horas, el director de Bailleul vuelve a lucirse con la pirueta imposible: convertir el factor diferencial en representativo. Por avatares que sólo pueden caber en la mente de un genio, la identidad francesa queda en manos de los ch’tis: los renegados, los olvidados, los hijos de una endogamia que se erige como gag definitivo. En éstas que nos reencontramos con la cara amiga de Bernard Pruvost, en la piel del comandante de policía Van der Weyden, con sus tics faciales, sus balbuceos, sus gestos ortopédicos… con esa sublimación de la carcajada “dumontiana”. Su génesis está en una deformidad reveladora: una nariz aplastada nos lleva a una reacción a destiempo; una mandíbula desviada introduce el pretexto para repetir los golpes de efecto hasta la saciedad. Emergen las enseñanzas tanto de Tati como de Fellini, cuyos respectivos reflejos nos llegan igualmente desfigurados, más por reverencia actualizadora que por iconoclastia apocalíptica.

Las filias feístas marca de la casa se han estirado tanto que resultan en un objeto cómico no-identificado. Diseñada para ser consumida por fascículos, Coincoin et les z’hinumains consigue, con creces, aquello que mejor se le da a su autor: llevar al límite al espectador. Lo hace trascendiendo, también, todas las formas de vida (inteligentes o no) que se le conocen a la comedia. Desde el slapstick hasta la sitcom, sin posibilidad alguna de risa enlatada. Bruno Dumont parece burlarse del propio género para llegar allá donde nadie había llegado antes. Coincoin sale de casa y mira extrañado un paisaje con el que ya no está familiarizado: algo ha cambiado desde la última vez. Su mirada es ahora la nuestra, estupenda maniobra de justificación cinematográfica: no se trata de bufonizar a sus queridos ch’tis, sino de ridiculizar el modo en que tenemos de verlos.

Los prejuicios hacia lo extraño son, pues, la llave de entrada a una serie de regiones oscuras que, por designios de la actual dictadura de la corrección política, han quedado vetadas al arte. El racismo, la pederastia y todos los demás monstruos que hemos decidido ignorar se plantan aquí ante nuestras narices. Aberraciones surgidas no del espacio exterior, sino de nuestro interior. Excretadas por nosotros mismos. Deformidades que la sociedad nos ha enseñado a combatir con una mueca de disgusto… pero que ahora Dumont, con desbordante sabiduría y valentía, nos anima a corresponder con la mejor de nuestras carcajadas. La risa como vacuna infalible, como terapia para afrontar un mal omnipresente, pero no por ello invencible.