Aquarius (título original de la nueva película del brasileño Kleber Mendonça Filho) será recordada por muchos por el golpe sobre la mesa, metafórico y físico, que realiza una mujer conocida como Doña Clara (el título español), la resolutiva protagonista, que Sonia Braga encarna con la fiereza de quien sabe estar arrancándose de la piel muchos años de mal cine. Clara es una mujer que vivió la experiencia más dura de su vida siendo todavía joven, cuando le extirparon un pecho a los treinta años. Tras el cáncer, cualquier otra guerra parece chica, incluyendo la que, varias décadas después, la enfrenta a la empresa que quiere derruir el inmueble en el que vive, y del que es la única inquilina, para construir un nuevo edificio. Seguramente, Clara podría irse a otro lugar de Recife pero, sencillamente, no quiere. Porque no tiene ninguna necesidad de ello, y porque esa es la casa donde reside su historia. Renunciar a ese piso sería, para ella, sustituir el hogar por un vacío.

Con estos mimbres, Doña Clara (Aquarius) podría ser simplemente un film social de tesis y plagado de tics. Pero resulta tremendamente estimulante porque Mendonça Filho (Sonidos del barrio) no convierte a su personaje en ventrílocuo de sus proclamas, sino que las ideas pertenecen al carácter de Clara. Y porque, aunque la tensión con la propietaria de la finca es el hilo conductor de la película, no se trata de su único foco de interés. Vemos a Clara salir con sus amigas, nadar, jugar con su nieto, acostarse con hombres, y coleccionar discos. En las antípodas del estereotipo melómano nickhornbysiano (hombre blanco de treintaytantos años), en Doña Clara es una mujer brasileña ya entrada en la sesentena la que marca la banda sonora, descubriendo canciones a sus amigos y familiares, y explicando cómo un objeto (un álbum, pero también, por qué no, un piso) puede contener un viaje, así como la memoria de quienes los tocaron en algún u otro momento.