Desde que tomé consciencia de la existencia de un film titulado El Planeta, cuando la película fue seleccionada en la pasada edición del Festival de Sundance, mis neuronas me jugaron una mala pasada e inventaron un título alternativo para la ópera prima de Amalia Ulman: El futuro. Lo curioso es que este síntoma prematuro de problemas de retención, o de cinefilia enfermiza, ha terminado revelándose como una intuición más o menos profética. Y es que El Planeta podría formar un fantástico programa doble con El futuro, la seminal obra de Luis López Carrasco, en la que el cineasta murciano diseccionó los sueños espachurrados de la generación que abrazó las promesas de la Transición española. A su manera, El Planeta recoge el testigo del film de López Carrasco y analiza con ahínco el erial identitario e ideológico sobre el que ha crecido una nueva generación de jóvenes españoles. Una realidad marcada por la penuria cultural y la bancarrota social que, como apunta el título del film de Ulman, ha devenido un fenómeno global.
Los posibles vínculos entre El Planeta y la historia reciente del cine español son tan fértiles como esquivos. Las escenas capitales de la película de Ulman –aquellas en las que el film revela su corazón amable y su respiración agonizante– llegan cuando la hija y la madre protagonistas (interpretadas por la propia directora y su madre, Ale Ulman) comparten momentos íntimos en su apartamento, sobre el que recae una amenaza de desahucio. La cocina se convierte en espacio privilegiado para las confidencias y los reproches, así como para unos tiempos muertos cargados de vida. En estos pasajes, la película propone un cortocircuito entre un naturalismo rugoso, palpitante, y una iconoclastia al borde del kitsch, alimentada por los aires de aristócrata decadente de la madre y la condición de fashion victim o de influencer arty de la hija. El brutal e hilarante choque conceptual resulta aún más sorprendente por la espontaneidad y cercanía con que lo presenta Ulman. Es posible ver en El Planeta una pulsión confesional que hermana la película con las transgresiones coloquiales del primer Almodóvar. De hecho, en una de las primeras escenas de la película, en la que Nacho Vigalondo aparece como estrella invitada, se hace una referencia pasajera a la lluvia dorada.
Ulman demuestra con El Planeta un talento inusual para la confección de austeros tableux vivants en los que la excentricidad tipológica se hermana con el hábil trabajo de puesta en escena. En una de las maravillosas secuencias de cocina, marcada por la falta de alimentos y de motivación alguna, la madre experimenta una suerte de iluminación artística y rememora sus años de bailarina marcándose unos bellos y ortopédicos demi pliés al son de El cascanueces. Acto seguido, la propia madre elucubra sobre las posibles ventajas de vivir en prisión y así gozar de techo y comida gratis. Sin detener el flujo emocional de la situación, Ulman cierra la escena con un primer plano de su personaje rompiendo a llorar. Es uno de los contados momentos en los que la protagonista se derrumba, incapaz de sostener la máscara de alegría postiza e inocencia estudiada que da sentido a su anodina existencia. Este insustancial modus vivendi tiene algo de herencia familiar y mucho de sobreadaptación a un entorno vaciado de experiencias y emociones reales. Las redes sociales se presentan como nidos fársicos, las relaciones sentimentales se revelan como pozos de mentira, y las posibilidades laborales que ofrece el mundo del arte contemporáneo son puras estafas (“cuanto más grande el nombre del artista –que puede emplearte–, menos dinero hay en juego… pero ganas mucha visibilidad”, explica de forma cínica un colega de la protagonista).
Uno de los aspectos más misteriosos de El Planeta es el rol que juega la ciudad de Gijón en la película. Junto a unas escenas de transición cargadas de estampas costeras, proliferan los planos en que el personaje interpretado por Ulman pasa por el lado de establecimientos en alquiler, fachadas medio derruidas y pisos en venta. Cuando estos planos son fijos, la combinación con la aparente abulia de los personajes y la fotografía en blanco y negro trae a la memoria el cine de Jim Jarmusch. Lo propio –Ulman es Argentina y vive en Estados Unidos pero pasó su adolescencia en Gijón– aparece filtrado por referentes foráneos. El Planeta transcurre en la ciudad asturiana pero da la sensación que podría transcurrir en cualquier otra urbe del planeta, ¿o es que quizá vemos Gijón desde la perspectiva de un alienígena? Al final, queda la sensación de que Ulman trabaja sobre arenas movedizas: no lugares y referentes innobles. Si Almodóvar contó con los clubes y las bandas de la Movida, Ulman debe contentarse con los salones de El Corte Inglés y las cajas de Ferrero Rocher.
En la alelada y subversiva El Planeta, Ulman identifica los pilares corruptos de un mundo en destrucción: el consumismo, el politiqueo, una aristocracia decadente. No es un mérito menor para una directora-guionista-productora-actriz capaz de construir un mundo propio a partir de los detritus de un cataclismo social-cultural: ahí están las huellas de una crisis ya perenne, los ecos del cine “indie”, la precariedad de la distopía capitalista y la banalidad de una realidad consagrada a las apariencias. Un infierno que solo tiene sentido habitar si, como ocurre con la hija y la madre de El Planeta, se cuenta con alguien dispuesto a frotarte las heridas y acompañarte en la contienda.