Que la naturaleza humana se halla revestida por un aura entomológica ya lo apuntó Franz Kafka, luego lo confirmó Karel Čapek y ahora lo oficializa el checo Jan Švankmajer con Insect, su nuevo y muy esperado largometraje: una operación quirúrgico-fílmica llevada a cabo sin miedo a automutilarse con el bisturí. En la pantalla, una serie de persona(je)s abandonan sus respectivos hogares y/o puestos de trabajo para reunirse o conjurarse en la consecución de un objetivo común: la representación de una obra. Resulta que son una compañía teatral, es decir, un organismo jerarquizado que, a través de la suma de esfuerzos individuales, conquista metas que solo pueden alcanzarse con la fuerza del colectivo. Un activo que, en realidad, es otra cima. A veces, por lo visto, inalcanzable. Desesperado por la falta de energía, inspiración y talento de sus actores, el director a cargo de la banda grita e insulta. Se ve a sí mismo como un titiritero inútil, y claro, no quiere dejar títere con cabeza. La reacción se salda en un estallido casi homicida. Una tormenta destructiva que, irónicamente, se invoca para crear.

Solo que esta creación es en realidad una deformación, o para emplear la jerga al uso, una “metamorfosis”. Una reinterpretación de un texto de imposible ensamblaje. A saber, en una esquina, tenemos el pesimismo inapropiado (pero comprensible) de los hermanos Čapek. En la otra, el fatalismo desesperado (ídem) de la mayor creación shakespeariana, El Rey Lear. Un origen duplicado de otra tempestad: la de dos artes escénicas que chocan. De repente, alguien ladra “¡Corten!”, y queda claro que cine y teatro comparten rodaje y escenario. El encolerizado energúmeno deja paso a un hombre mucho más calmado, mucho más en control de la situación. El mismísimo Švankmajer se manifiesta en la pantalla, mirándonos fijamente, sin prestar atención a toda la parafernalia fílmica que revolotea a su alrededor. Ajeno al caos, el cineasta intenta explicarnos lo que estamos viendo. Nos dirige mientras dirige, mientras comanda un equipo que intenta filmar a una tropa que pretende dar vida (y sentido) a un popurrí teatral. Un marco metalingüístico que se justifica especialmente en las formas. En Insect, Švankmajer se divierte confeccionando el making off de otro making off, enfrentando formatos y disciplinas artísticas (suena de fondo El vuelo del moscardón de Rimski-Kórsakov) pero al mismo tiempo reconciliándolas en el proceso del parto, marcado éste por frustraciones y alegrías compartidas.

El bicho, tan desagradable como el humano, deviene en Insect un catalizador de filias y fobias. Y Švankmajer, como gran artesano del disfraz, pone en escena una transformación que es en realidad un reflejo de la imagen original. ¿El resultado final de todas estas metamorfosis? El esbozo de una teoría sobre el arte y la naturaleza humana, o la idea de la autoconciencia como último eslabón evolutivo posible. En última instancia, Insect confirma el estado de gracia de un cineasta al que sólo le quedaba radiografiar su propio cine, diseccionar su lenguaje para reforzar su sentido. La animación stopmotion, la predilección por el plano detalle y el amor por los efectos especiales clásicos pasan aquí por el filtro explicativo de unos audiocomentarios de lujo, que señalan una clave formal del abecedario expresivo del cineasta checo: la abundancia de unos cortes que, en vez de entorpecer la narración, le dan más fluidez y nitidez. “Cada vez que interrumpo una escena, hago magia”, dice el mago, “porque a continuación podemos estar en cualquier otro sitio, en cualquier otra circunstancia”. La aparatosidad del séptimo arte se descubre armoniosa, embustera, pero a la vez fiel a ese absurdo vital que algún día, cuando menos lo esperemos, nos aplastará cuales insectos.