“El que tiene dos mujeres pierde su alma, el que tiene dos casas pierde su razón”. Este refrán escrito por Éric Rohmer prologaba Las noches de la luna llena, una de las comedias y proverbios del maestro francés, cineasta obsesionado con el efecto desestabilizador de los fenómenos meteorológicos sobre el juicio humano. Según el folclore, la luna llena provoca alteraciones del sueño. Según Rohmer, el plenilunio es un desencadenante de nuevas oportunidades. Siguiendo esta estela, se podría decir que Cleo Moguillansky, descrita como una niña que “crece más rápido de lo que se deterioran los adultos”, es una lunática. Durante el confinamiento provocado por la pandemia de Covid, la niña se obsesiona con ver la luna llena a través de un telescopio, y arrastra a su familia a la ruina mientras juega al emprendimiento guiada por el sueño de lograr su meta.
Cleo, hija de Alejo Moguillansky y Luciana Acuña, codirectores de La edad media, ejerce así de demiurgo en una obra que empieza igual que la colosal La flor de Mariano Llinás: con alguien que sitúa la acción y presenta a los personajes. No es casualidad que La edad media esté producida por El Pampero Cine, la productora de Llinás y el propio Moguillansky, entre otros. Jugando con la idea de una “reina del Wallapop”, la película lleva la cuestión de Por el dinero, cinta anterior de Moguillanksy, a un terreno conocido: la meditación de carácter autorreflexivo sobre el estado de la cultura. La viabilidad económica del cine está sobre la mesa en La edad media, que perpetúa el interés de Llinás y compañía por el acto de narrar por narrar; en este caso, en un cine del absurdo que cita de manera explícita al Esperando a Godot de Samuel Beckett.
Del mismo modo que, en la obra del dramaturgo Godot, se apunta que “no vendrá hoy, pero mañana seguro que sí”, la ansiada normalidad no termina de llegar para la familia Moguillansky, y el tedio se apodera de Cleo. En una reflexión existencialista tramada virtuosamente sobre la teoría de la inflación, La edad media se propone como un divertido inventario del cine pospandémico, no siempre preciso, pero desbordante en su imaginación, y dramático en lo generacional. En el film, Alejo se empeña en adaptar a Beckett dirigiendo en remoto una película filmada con móviles, mientras Luciana ansía seguir dando clases de danza desde el patio de su casa. “¿Pero para qué?”, se pregunta Cleo, aburrida de sus padres, que “formaban parte del mobiliario, como compañeros silenciosos”. Además, su casa, al asumir todos los roles (oficina, clase, gimnasio, escenario…), deja de tener una verdadera función. En palabras de Rohmer, “el que tiene dos casas pierde la razón”, pero ¿qué le ocurre al que no posee ninguna? Ante tal circunstancia, Cleo termina por obligar a sus progenitores, a los “artistas prepandémicos”, a parar de verdad, a cambiar el estado de las cosas, a dejar de esperar a Godot.