Con el permiso del todopoderoso MCU, seguir la trayectoria del cineasta surcoreano Hong Sang-soo se ha convertido, sobre todo por su asombroso ritmo de producción, en lo más parecido a una anomalía, un impensable: seguir cada capítulo de una serie desde la privilegiada butaca de una sala de cine. Puedo decir, sintiéndome afortunado por ello, que, desde mi primer visionado de un film de Hong, allá por 2011, con The Day He Arrives, no me he perdido ninguna de sus dieciséis nuevas películas, a las que puedo añadir cuatro títulos recuperados a posteriori. Toda esta filmografía puede leerse en clave de relato serializado que en ocasiones avanza, otras retrocede, otras da vueltas sobre sí mismo y otras se dedica a explorar nuevos caminos. Esto es, una amalgama de amores y desamores, de encuentros casuales en plena calle, de noches bañadas en soju y de actos sexuales llevados con más o menos patetismo. La vida, vaya.
En La novelista y su película, un director de cine llega a la ciudad para presentar su nuevo trabajo, o para preparar el siguiente. No se distingue una situación de la otra porque esta historia ya nos la han contado muchas veces, pero también porque está claro que el hombre no puede parar de filmar: si se despega de su cámara, aunque solo sea durante un instante, siente que le falta el aliento, pues ya no sabe cómo relacionarse con el mundo. Por otra parte, cualquier impedimento para concretar un proyecto, se percibe como una excusa de mal pagador. Una escritora, harta de las quejas de un cineasta, le espeta: “Si quieres hacer una película, ¡hazla!”. Y así opera Hong, sin perder el tiempo en las banalidades que le podrían alejar del propósito de seguir emitiendo señales de vida.
Venimos, conviene recordarlo, de Delante de ti, cuya tosca textura digital nos alertaba de la relevancia de las formas a la hora de comunicar una idea, un discurso. La protagonista de aquella historia, Lee Hye-young, estaba a las puertas de rodar una película; sin embargo, el impresentable y cobarde director del film desaparecía dejando en el aire la gestación de la criatura fílmica. Y entonces, ¿qué quedaba? Pues solo reírse para intentar purgar la amargura generada por un indeseable.
En La novelista y su película, Lee vuelve a llevar la voz cantante, solo que ahora interpreta a una novelista que, tras una serie de encuentros más o menos fortuitos, llega a la precipitada conclusión de que el siguiente paso (no artístico, sino más bien vital) debe ser la creación de un cortometraje. “¿Y cómo se va a titular?”. “No lo sé, de momento pongámosle La película de la novelista, y después ya lo cambiaremos. O no”. Porque las cosas se hacen, y punto. Porque, a veces, lo único que se necesita para que una película exista es una actriz (una chica a la que acabamos de conocer en un parque) y una cámara (que será operada por su marido, relegado al discreto fuera de cuadro).
Por lo visto, el hombre ha dicho que se puede contar con él también para las cruciales labores de producción, composición musical, montaje, diseño y dirección de fotografía. La precariedad de la imagen da fe de la infinidad de frentes en los que puede manifestarse la mano del autor. Como sucedía en Let the Summer Never Come Again, ópera prima de Alexandre Koberidze rodada con un teléfono Sony Ericsson, el digital “mal renderizado” puede insuflar vida al aparato cinematográfico. Si allí la cámara sufría con los tonos oscuros, aquí sucede lo mismo con unos tonos blancos que quedan uniformizados en un manto de píxeles. Mediante un torpe milagro de la tecnología, el manto blanco luce como un cúmulo de puntos inquietos, que cambia 24 veces por segundo.
En La novelista y su película, los largos planos-secuencia-sobre-trípode marca de la casa no requieren de ningún zoom para romper la monotonía visual. El cine de repeticiones de Hong siempre encuentra esas ligeras variaciones sin las que este macro-experimento dejaría de respirar. El universo fílmico del maestro sigue consolidando esta etapa en la que las mujeres no solo acaparan el protagonismo, sino que además se niegan a bajar la guardia ante la permanente amenaza de que los hombres, tan frágiles, tan inseguros de todo, recuperen este lugar de privilegio. Lee, que ya no puede más con los consejos que Kwon Hae-hyo tiene para todo el mundo (ahora lo llaman “mansplaining”), le pide que, por favor, y para variar, se calle.
Calla Kwon, escucha Hong. ¿El resultado? Un acto cinematográfico que, alérgico a toda afectación y grandilocuencia, deviene el más puro reflejo de la carga y la alegría de vivir. Hasta la escena post-créditos, ese engorro de las “series” proyectadas en pantalla grande, tiene un sentido pleno. Al final, todo se reduce a lo más esencial, aquello que no admite segundas lecturas: un ramo de flores improvisado durante un paseo. ¿Y si todo fuera una excusa para que la cámara de Hong, ahora iluminada con mil colores, mirara a Kim Min-hee de frente y le dijera: “Te quiero”? Así es, y no hay que darle más vueltas.